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Entrevista a Yayo Herrero, antropóloga, ingeniera, profesora y activista social

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Yayo Herrero (Madrid, 1965) es antropóloga, ingeniera, profesora y activista social. Es también una de las voces más destacadas del ecofeminismo, un planteamiento que cuestiona abiertamente las bases patriarcales de nuestra cultura y el funcionamiento ecológicamente irresponsable del sistema capitalista.
La charla con ella profundiza en este enfoque sobre el mundo actual, que aún está dominado por un sistema de valores claramente afín a los intereses del capitalismo; un sistema cuya piedra angular es la ficción del individuo autosuficiente y en el que se marginan cuestiones cada vez más urgentes e incómodas, como los límites físicos del planeta o la creciente desigualdad económica que empuja a comunidades enteras hacia la más cruel e inhumana degradación.
¿Somos verdaderamente conscientes del efecto que tiene el capitalismo en la realidad ecológica del planeta o en la configuración de las vidas de las personas y las comunidades humanas? Esta entrevista indaga en estas cuestiones y se sirve de la mirada de Yayo Herrero para iluminar realidades que el pensamiento contemporáneo, amoldado a las necesidades del sistema en el que se origina, ignora casi deliberadamente.
RT: Usted fundamenta su crítica al capitalismo desde una corriente de pensamiento y acción que se denomina ecofeminismo. ¿En qué se basa esta crítica y a qué aspectos del capitalismo se dirige?
Y.H.: Desde el ecofeminismo, la crítica fundamental que se hace al modelo capitalista es que se ha construido una economía muy centrada en el mundo de los valores estrictamente monetarios, y ese mundo excluye aspectos que son absolutamente esenciales para sostener la economía y la propia vida. Por ejemplo, nuestra dependencia de la naturaleza y de sus bienes, que son finitos. O la enorme cantidad de horas de trabajo imprescindible de cuidados a las personas, a nuestros cuerpos, que son vulnerables; esos trabajos habitualmente se llevan a cabo en esferas económicas ocultas, como son los hogares, y casi siempre a cargo de las mujeres.
Al centrar el concepto de producción y la noción de valor en el ámbito de los valores estrictamente monetarios, se alimenta la fantasía de no depender de la Tierra y no depender del cuidado de otras personas.
RT: Generalmente se entiende el patriarcado como un sinónimo de «machismo» o de una mera dominación masculina en lo social, pero lo cierto es que se trata de un concepto antropológico mucho más amplio, de una base cultural con raíces ancestrales milenarias. ¿Qué relación hay entonces entre el patriarcado y el capitalismo?
Y.H.: El capitalismo es un sistema de producción de bienes y servicios y de reparto de la riqueza que sólo hubiera sido posible en una sociedad patriarcal, porque el patriarcado es un modelo en el que el sujeto político, la persona, se autoconcibe como falsamente emancipada de la naturaleza.
Eso es lo que llamamos el «sujeto patriarcal», un sujeto que ha alimentado una especie de fantasía de individualidad que, siendo seres humanos, es imposible de mantener.
RT: Usted suele mencionar a los cuerpos de las personas y a su realidad vulnerable como uno de los grandes excluidos en este sistema. ¿Cuál es el verdadero papel del cuerpo en el capitalismo?
Y.H.: El cuerpo en la cultura capitalista se convierte en una mercancía. Se mantiene oculta su vulnerabilidad, junto al hecho de que para que exista la vida hay que sostenerla. Y al mismo tiempo se fomenta el culto a la imagen y a la juventud, y se convierte el cuerpo en un objeto, en una mercancía que genera crecimiento económico. Proliferan los negocios que tienen que ver con mantener el cuerpo nuevo y flamante, la cirugía estética, la cosmética… Y se genera así una idea de vida que discurre de espaldas a la muerte, de espaldas a la discapacidad y de espaldas a la enfermedad. En este contexto es como si la vejez o la enfermedad fuesen asuntos vergonzosos.
RT: ¿Qué papel cumplen las familias en el sistema capitalista patriarcal… y cómo afectan las lógicas del sistema a la configuración y funcionamiento de las familias?
Y.H.: Las familia es como la gran corporación del patriarcado. Son el espacio en el que se construyen las relaciones básicas de poder. Puede haber familias en las que las relaciones sean más equitativas, pero hay muchísimas en las que los cuidados y las tareas de reproducción cotidiana de la vida están desvalorizadas, es decir, se les da menos valor que a la labor productiva que se hace de cara al mercado, y además esas labores no están repartidas de forma equitativa: todas las encuestas de uso del tiempo muestras que son mayoritariamente las mujeres las que las llevan a cabo, tengan un empleo o no lo tengan, esté su marido desempleado o no… las mujeres dedican una cantidad de tiempo mucho mayor a las tareas de cuidados necesarios que los hombres.
Por otra parte, la familia es un enorme mecanismo reproductor de ese sistema de desigualdad: es el espacio de socialización primaria, es donde recibimos un nombre, donde aprendemos la lengua, es donde interiorizamos una buena parte de las categorías con que vemos el mundo. En definitiva es un mecanismo reproductor de la cultura y de las condiciones de vida.
Curiosamente, también es un espacio que, en este sistema, se aísla completamente de lo público y lo económico. Lo doméstico es percibido como algo aislado, en una situación de completa subordinación con respecto a lo público y lo económico. Es un espacio privado, que nadie puede cuestionar y en el que nadie puede entrar. Ahora mismo, con el debate de las violencias machistas, lo vemos bien. Es un espacio en el que ni el Estado ni la sociedad tienen derecho a entrar.
RT: ¿Existe una personalidad capitalista?
Y.H.: El capitalismo no solo produce bienes y servicios sino también sujetos y subjetividades; es decir, el capitalismo genera una especie de antropología, una forma de ser persona. A través del capitalismo se interiorizan cosas que son como dogmas religiosos, como por ejemplo el valor sagrado del dinero. En la sociedad capitalista los individuos interiorizamos la idea de que necesitamos dinero; creemos y sentimos que necesitamos dinero. Eso es muy diferente a pensar y sentir que necesitamos agua, alimentos, refugio o ropa. Porque entonces nos centramos en la obtención del dinero y del crecimiento económico, con independencia de que ese crecimiento económico traiga o no la satisfacción de la necesidad de agua, alimentos, vivienda o ropa para las mayorías sociales. Entonces, como ‘creencia religiosa’, es peligrosa. Lo que necesitamos no es el dinero; lo que necesitamos es la satisfacción de las necesidades, obviamente.
Al relacionarnos con el mundo, con las cosas y con la naturaleza a través del dinero, es decir, pagando, lo que hacemos es empezar a relacionarnos individualmente con los objetos, sin cuestionar los límites o cómo han sido producidos, ni si lo que compramos lo hay para todo el mundo… y este tipo de cosas modifica radicalmente la consistencia humana.
RT: Mucha gente considera que cuestionar el capitalismo implica una actitud necesariamente comunista, como si no existiera otra alternativa u otro punto desde el que hacer una crítica. ¿Cómo valora usted esta polarización inmediata del pensamiento político?
Y.H.: Es una polarización muy pobre, y responde a la necesidad, que surge cuando alguien escucha algo que le incomoda, de ponerle una etiqueta y oponerse a ello. Además yo siempre he planteado que la práctica de los países del socialismo real evidenció que es imposible construir algo alternativo al capitalismo que se base en la misma forma de producción. Es decir, los países del socialismo real entraron también en una lógica de la reducción del valor al valor económico, y en una dinámica absolutamente explotadora de la naturaleza que ha provocado catástrofes ecológicas similares a las del capitalismo; si no lo hizo en la misma medida fue porque el socialismo real duró muy poco y porque se concentró en determinados lugares. Pero de alguna manera, el sistema de producción de bienes y servicios fue exactamente el mismo, y por lo tanto, a nivel de impactos ecológicos genera el mismo problema.
Por otra parte, algunos de esos países derivaron políticamente en totalitarismos, en recorte de las libertades y en una vulneración de los derechos humanos que hizo evidente que se trató de un experimento realmente fracasado en su aterrizaje.
Sin embargo, hay una cosa que es evidente: estando en un planeta con límites físicos, habiendo bienes que compartimos en común con otras especies, pero sobre todo también con otras personas, pensar sobre la vida en común es clave. Por ejemplo, si el agua es esencial porque somos en un 65% agua, el agua no puede ser de nadie. Y tendremos que pensar en cómo gestionamos ese recurso para asegurar su reproducción y para asegurar que llegue a todas las personas. Los modelos capitalistas, con su lógica de acceso a través del dinero, no lo garantizan; por lo cual, la redistribución de la riqueza es esencial.
El capitalismo políticamente correcto habla de lucha contra la pobreza, pero en un planeta con límites físicos, la lucha contra la pobreza es la lucha contra la excesiva riqueza. No se trata entonces de aplicar una lógica comunista, pero el debate sobre la organización de la vida en común es esencial.
RT: ¿Cuál es el motivo de que una realidad ecológica tan brutal como la que deriva del capitalismo esté habitualmente fuera del debate político y social de los países desarrollados? Es decir, ¿cómo podemos seguir habitando tranquilamente este sistema como si no pasara nada?
Y.H.: Hay un elemento importante: la concentración de poder. Hay sujetos que tienen poder político, económico y mediático para que sistemáticamente haya cosas que queden fuera de la agenda educativa y de las mayorías mediáticas. Es decir, hay un elemento de invisibilización deliberada.
Y también hay un aspecto cultural: la gran conquista del capitalismo no es haberse apoderado del poder político y económico, sino haber logrado una hegemonía cultural, y haber creado unas categorías –y personas socializadas en esas categorías– que le son muy funcionales. Por ejemplo la idea de progreso, la idea de desarrollo, la idea de lo que es una «vida buena» están completamente ligadas a aspectos capitalistas. Esas creencias, esos dogmas, como que el bienestar sólo se produce si hay crecimiento económico, o que progresamos cuando tenemos una vida lo más tecnológica posible –la idea del optimismo tecnológico–, la confianza en que «algo» aparecerá que resolverá todos nuestros problemas, o que los seres humanos siempre han ido evolucionando hacia lo mejor… todo eso compone un imaginario y una hegemonía cultural importante.
RT: ¿Es esa hegemonía cultural la que provoca que incluso entre los grandes perdedores del capitalismo –personas con trabajos precarios, personas en riesgo de exclusión social, familias bajo el umbral de la pobreza, etc.– no haya surgido una contestación suficiente y algunos sigan incluso compartiendo la creencia en los dogmas del capitalismo que les excluye?
Y.H.: Además de los muchos mecanismos de desposesión material que genera el capitalismo, está la desposesión de tiempo, de capacidad organizativa, el aislamiento de las personas… Y claro, una buena parte de los sujetos sometidos piensan y ven el mundo con los mismos ojos de quien los somete.
Y por otro lado, hay que entender que en un sistema que está montado de una forma en la que o tienes dinero o no comes, ¿cómo no van a pensar las personas más empobrecidas que no tienen acceso a lo más básico, que necesitan dinero? Entonces se vuelcan en intentar encontrar empleos, en conseguirlos… es normal.
RT: Hasta el punto en que se llega a agradecer un empleo aunque sea muy precario.
Y.H.: Efectivamente. La vuelta de tuerca más importante que han conseguido algunos colectivos, como los afectados por los desahucios en España o los movimientos neo-sindicales de mujeres que trabajan en tareas domésticas, ha sido precisamente no reclamar solo la cuestión monetaria, sino trabajar en la lógica de lo que fue el movimiento obrero en sus inicios: en una solidaridad mutua y un apoyo mutuo que permite intentar satisfacer las necesidades con independencia de si se tiene o no se tiene un empleo.
A mí eso me parece esencial para crear poder colectivo, porque uno a uno no, por separado, no tenemos forma de hacer nada. Mientras le concedamos simbólicamente el poder de crear la riqueza a quien nos emplea, estaremos en un nivel de sometimiento permanente, porque entonces siempre será quien nos emplea el que tenga el poder para organizar los tiempos, para organizar el territorio y para organizar la vida.
RT: En tu opinión, ¿cómo tendría que ser un país para ser considerado un país desarrollado?
Y.H.: Pues un país capaz de vivir con los recursos que genera su propio territorio, sin destruirlos, y por otra parte, un país en el que todas las personas tienen sus necesidades básicas cubiertas. Y con necesidades básicas me refiero a aquellas cuya satisfacción permita tener vidas que merezca la pena vivirse. No me refiero solamente a las necesidades vegetativas del mantenimiento de la vida del cuerpo, sino a la posibilidad de tener un entorno relacional rico, la posibilidad de poder participar e influir en el entorno en el que te encuentras… es decir, un país desarrollado es el que cuida su territorio, el que lo mantiene y es consciente de que depende de él, y a la vez cuida a sus personas, consciente de que todas ellas tienen que acceder a los mínimos para poder llevar esas vidas que merezcan la pena vivirse.
RT: Ha mencionado «un entorno relacional rico». ¿Cree que el capitalismo, con sus lógicas culturales y de socialización, empobrece las relaciones entre las personas?
Y.H.: Sí, porque individualiza de una forma tremenda. El capitalismo necesita individualizarlo absolutamente todo, fraccionarlo todo, para que los individuos tengan que pagar para obtener lo que necesitan para vivir. Desde los cuidados hasta la educación… y a veces hasta las propias relaciones de amistad: la idea de «viaje organizado», por ejemplo, surge cuando tú, en lugar de poder organizarte con tus amigos e irte de viaje, «compras» un grupo de amigos que te va a durar los 15 días o lo que sea que dure el viaje.
RT: ¿Y el amor? ¿Está las relaciones de pareja, tal como las conocemos, influenciadas por el capitalismo y su óptica cultural?
Y.H.: En este caso yo no señalaría como influencia tanto a la lógica capitalista, sino a la lógica patriarcal. El mecanismo socializador que legitima que las mujeres se ocupen, casi en solitario, de toda la tarea cuidadora, por ejemplo, tiene mucho que ver con una interiorización de esa idea del amor romántico que hace que a las mujeres se les suponga una especie de esencia amorosa que les obliga a olvidarse de sí mismas y que les crea un sentido vital que viene dado por el darse a otro.
Esa idea de amor romántico que termina justificando los celos como un acto de amor, el control de la propia vida, el prescindir de proyectos vitales propios para ponerlos al servicio de una pareja o de unos hijos e hijas, es una idea perversa. La noción del amor romántico fuerza a olvidarse de sí mismo para entrar en una lógica sacrificial en la que cualquier desposesión merece la pena en nombre de esta idea de amor.
RT: Además es curioso que en muchas narraciones populares que se hacen de las historias amorosas se cuenta la parte del cortejo, de la seducción, pero una vez que se logra la unión de la pareja, se les supone «felices para siempre» y no se muestra el resto de la historia…
Y.H.: ¡Claro! Eso es porque el capitalismo y el patriarcado invisibilizan sistemáticamente cualquier proceso cíclico. La historia escrita por el sistema capitalista y patriarcal narra los grandes hitos, las grandes batallas, los grandes momentos, las firmas de las paces… pero la historia de la vida cotidiana no existe ahí. Hay como una sobrevaloración del evento, del acto, del pico, frente a una invisibilización de todo lo cotidiano. Es decir, aunque la vida haya que sostenerla cotidianamente en un trabajo que nunca termina, resulta invisible para la historia tal como la ve el patriarcado.
RT: ¿Qué papel cumplen los medios de comunicación en este sistema, y cuál crees que debería ser para contribuir a una vida mejor?
Y.H.: El papel mayoritario de los medios de comunicación, con honrosísimas excepciones, ha sido un papel reproductor y legitimador del sistema. Se mueve dentro del mismo marco de categorías y por lo tanto refuerza las ideas del optimismo tecnológico, la sacralización del dinero y del crecimiento económico… y también es un papel muy reproductor de roles de género, legitimador de ciertas desigualdades, estigmatizador de ciertos grupos humanos que se consideran desvalorizados o peligrosos.
Ahora, curiosamente, estamos asistiendo a una vuelta de tuerca en la que muchos medios, además, son generadores de una verdad alternativa –es esta idea novedosa de la posverdad–, en la que se puede mentir descaradamente y generar una realidad paralela que tiene el poder de meterse hasta lo más íntimo de los hogares de la gente, así que juegan un papel fundamental en este sistema.
En cuanto a cómo podrían contribuir a mejorar la situación, simplemente con una pluralidad mayor, ya habría un beneficio importante. No digo que haya que eliminar todos los discursos del sistema, pero es fundamental que haya cierta apertura, con tiempo y capacidad de explicación para otras miradas. Y personalmente, yo quitaría tiempo de programación. Yo creo que sería estupendo que la televisión no funcionara en determinadas horas, y que eso obligara a que las personas tuvieran un momento de apagón mediático para tener la cabeza divagando, o centrada en las cosas que quieran pensar, o teniendo, simplemente, tiempo para aburrirse, que es algo fundamental como generador de creatividad.
RT: Y de cara a la catástrofe ecológica que estamos generando, al cambio climático, a la sobreexplotación de los recursos naturales ¿Crees que estamos a tiempo de construir una nueva relación con el planeta y enmendar la situación?
Y.H.: La realidad es que ya hay vidas que están colapsadas en muchos lugares. Cuando preguntamos si «tenemos tiempo», parece que nos estamos centrando solamente en la cultura occidental.
Si nos preguntamos si estamos a tiempo de que el conjunto de la población, el sistema económico globalizado, dé un cambio suficiente para 2020 o 2030… pues probablemente no. Pero la cosa es más sutil: hay que pensar en realidades más locales. Hay muchísima gente que ya se ha puesto en marcha para intentar cambiar las cosas en realidades mucho más pequeñas. El futuro que vamos a tener por delante, el supuesto colapso, no será un apagón en el que de repente viene un ‘armaggedon’ y lo destruye todo; sino un proceso largo, que ya está en marcha, que en algunos lugares que no sean capaces de generar estructuras resilientes y dinámicas de cambio implicará una degradación probablemente muy violenta, pero en otros lugares donde exista la capacidad de generar unas dinámicas de conflicto y de construcción de alternativas importantes, podrían acometerse formas de vivir mucho más sencillas en lo material, pero probablemente también satisfactorias desde el punto de vista humano.
Creo que cuando centramos la mirada en si seremos capaces o estaremos a tiempo, interiorizamos una idea de imposibilidad que es muy paralizante. Sin embargo, creo que independientemente de que sigamos trabajando a escala global o estatal, que son importantísimas, hay muchísimas formas de resistencia local: ayudar a las personas con dificultad para conseguir vivienda, establecer redes de cuidados compartidos para los niños, apostar por una alimentación de cercanía y sostenible… hay mucho que hacer. Incluso en un proceso de cambio climático y de agotamiento de recursos minerales, hay mucho recorrido para tratar de construir vidas que se puedan vivir.
Parece muy poco probable que vaya a producirse una especie de epifanía en los grandes poderes y en los ejércitos que de repente les haga dar el salto a una mayor consciencia ecológica, pero sí que hay muchísimas posibilidades y millones de personas implicadas en procesos de transformación para construir cosas diferentes. Y yo, ahí, creo que estamos claramente a tiempo. Y además creo que es una tarea dotada de un sentido vital inagotable.
RT: ¿A qué se refiere exactamente cuando habla de «vidas que merezca la pena vivirse»?
Y.H.: Pues a vidas que puedan sostenerse con huellas ecológicas, que hagan que su consumo sea universalizable. Uno puede pensar que una vida decente es una vida en la que pueda comer carne cinco veces a la semana. Pero si comer carne cinco veces a la semana no es universalizable, eso ya no es un derecho, sino un privilegio. Vidas que merezca la pena vivirse en un entorno de crisis ecológica son vidas cuyo consumo material permita la vida de las personas que hay alrededor. Para mí ese es un criterio clarísimo.
Una vida que merezca la pena vivirse es, para mí, una vida en la que las personas tengan tiempo para desarrollar proyectos vitales propios, para tener relaciones significativas que quieran mantener. Es también una vida en la que se pueda cumplir el derecho a ser cuidado para poder existir, pero también en la que se cumpla con la obligación de cuidar a otros. Porque la vida de las personas está repleta de necesidades, aunque el capitalismo nunca hable de necesidades, sino de ‘demandas’.
RT: Si tuvieras que señalar cuál es la carencia más grave en nuestro sistema de vida, ¿Cuál dirías que es?
Y.H.: La falta de consciencia sobre los límites de la naturaleza y sobre lo tremendamente vulnerables y dependientes de otras personas que somos. Es decir, la pérdida de consciencia de la ecodependencia y la interdependencia. Creo que esa pérdida de consciencia es la mayor enfermedad de nuestra cultura.

Tomado de Patria es Humanidad, Boletín del Capítulo Jurídico Avileño en Defensa de la Humanidad.

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