Como la estrella dorada sobre el Turquino, que para distinguir el alto rango dado solo a tres grandes de la lucha, colocara sobre sus hombros Fidel, fue la vida del Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque, dedicada a la patria y al pueblo que lo acogió en su corazón.
Nació en La Habana, hace 94 años, pero fue en el Oriente cubano donde entró a la historia, frente a los muros del Moncada primero, y luego con el Granma, al emprender en Los Cayuelos el camino luminoso de la victoria.
Lanzado como rayo de valor en medio del espanto de Alegría de Pío, su «¡Aquí no se rinde nadie, …!», selló, junto al rescate del Che, herido en el cuello, la dignidad y el valor renovados en el ataque al cuartel de El Uvero, donde, paralizado en el avance por un disparo en el pecho fue, al decir de Raúl, «el alma del combate».
También sería el elegido por Fidel para la creación y conducción del Tercer Frente Mario Muñoz, en el cual, más allá de los 6 000 kilómetros cuadrados victoriosamente abarcados, emergió, por el amor de los pobladores, en símbolo de consagración por Cuba.
Ni grados ni altos cargos transformaron al Almeida de la gente, al que solía ocupar un banco al lado de los santiagueros en el Parque Céspedes, al que, en Las Tunas, pidió un día a un limpiabotas que subiera al puesto de cliente, para mostrarles a todos su destreza en uno de los tantos oficios que debió desempeñar para ayudar a la familia.
Fue mayor además la grandeza, enriquecida con las canciones que calaron en el gusto popular, y una obra literaria cargada de singular testimonio histórico, del cubano digno a quien el pueblo de Tercer Frente dedican, y con ellos Cuba toda, el homenaje cada 17 de febrero, en el mausoleo erigido a su guerrilla, en Loma de la Esperanza.
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