Si, 15 años atrás, a Javier Rodríguez Febles le hubiesen dicho que dejaría la programación, los softwares y las horas de cacharreo en la computadora para convertirse en un hombre de ley al que, además, terminarían llamando “profe”, sería incapaz de creérselo. Pero ahora sabe que las cosas suceden por alguna razón, esa ha sido su máxima, desde que la vida se encargó de demostrárselo una y otra vez.
Como alumno del Instituto Politécnico Rafael Morales González, del municipio de Morón, lo tenía clarísimo: lo suyo era la Informática y no podía ser otra la primera opción de aquella boleta. Sin embargo, tenía que haber sospechado de aquellos exámenes de ingreso a la Educación Superior cuando, luego del salto en el estómago y las tensiones de quien quiere sacar la mejor nota, de manera excepcional, se repitieron para otros que, contrario a él, no pudieron sentir el alivio del aprobado en la primera convocatoria.
No fue la primera, sino la tercera de sus opciones la que le abrió las puertas de la vida universitaria. Hasta ahí le llegó la felicidad, después vinieron las reclamaciones y las cartas que llegaron hasta el Ministerio de Educación para terminar confirmando lo último que él quería escuchar: tendría que estudiar la licenciatura en Derecho. Pensó en ella como trampolín para retomar la Informática y, tras un año excepcional, el cambio de carrera desapareció de las prioridades para acabar enamorándose de las leyes sin saber cómo ni cuándo.
Todavía recuerda al “estudiante activo” de esos tiempos, como dicen por ahí, capaz de estar en misa y en procesión. Lo mismo en el aula que al frente de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) de la casa de altos estudios avileña, “siempre había que hacerlo lo mejor posible”, no por gusto el día que marcó el fin de esos intensos cinco años se fue a casa como el graduado más integral y con el Premio al Mérito Científico entre sus manos.
Tampoco estaba entre sus planes aquella reunión con la rectora en la que se habló de una carrera de Derecho que se tambaleaba, entre otros motivos, por el déficit de profesores. Ni siquiera se permitió pensarlo dos veces: su lugar estaba allí donde se había formado. Así que, como mismo salía, volvía a entrar, pero esta vez el reto era mucho mayor y ni siquiera sus años como alumno ayudante le ayudaron a calmar los nervios de los primeros días.
“Fue complejo, los estudiantes no se acostumbraban a llamarme de usted, a ponerse de pie cuando entraba al aula. Me costó mucho moldearlos, tratar de no sonar arrogante, darles la vuelta sin que mis nuevos compañeros del mundo académico pensaran que intentaba echar por tierra el esquema de formalidad que debe existir entre alumno y maestro”.
Ojalá lo difícil solo hubiese sido eso. Con la nueva responsabilidad llegaron también las exigencias por la superación y la investigación que siempre estuvieron, y, cuando vino a ver, al mismo tiempo se le abría la posibilidad de una Maestría en Ciencias de la Educación Superior en el alma máter avileña y otra en Derecho Constitucional y Administrativo, en la Universidad de La Habana.
Como de los cobardes no se ha escrito nada, decidió asumir el reto de sacar las dos al mismo tiempo. Una semana al mes viajaba hasta la capital, aunque para ello casi tuviera que hacer magia con 470.00 pesos —su salario— para sortear los gastos de transporte, hospedaje y alimentación. De las tantas anécdotas de esa etapa, nunca podrá olvidar la noche que durmió en la terminal esperando por un pasaje que vino a aparecer a media mañana.
Los meses se le pasaron sin que apenas pudiera notarlo y cuando vino a darse cuenta ya habían concluido los módulos de ambas maestrías. Aun no podía cantar victoria, por delante estaban dos tesis que exigían el doble de lo que hasta ahora había dado.
Y cuando ni él ni nadie lo esperaba, la pandemia de la COVID-19 ponía en stand by a todo un país que se vio obligado a guardar distancia y permanecer en casa. Dos cuarentenas, que parecieron eternas, desde su apartamento 504 en el céntrico edificio de 12 plantas , le dieron el tiempo suficiente para trabajar en un proyecto que, a finales de 2020, le daba el toque de alegría a un año complejo, con la titulación como Máster en Ciencias de la Educación Superior, que se vería multiplicado cuando, en enero de 2022, se hacía Máster en Derecho Constitucional y Administrativo.
Como la COVID-19 llegó para cambiar realidades, de un momento a otro Javier se vio impartiendo clases a sus muchachos a través de WhatsApp o evaluando seminarios por videoconferencias. A la semana entrante podía estar escribiendo un “estoy bien” a su familia desde el centro de aislamiento que acogió la Universidad de Ciego de Avila Máximo Gómez Báez, donde más de una vez estuvo como voluntario y en el que desinfectantes, doble nasobuco, caretas y guantes pudieron protegerlo del virus, pero no del miedo constante de contagiar a los suyos.
Aunque hoy reciba a sus estudiantes con el lujo de poder llevar , o no, el nasobuco, considera que estos dos años “han movido el piso de todos. La COVID-19 desvirtuó, de cierta manera, un espacio de formación tradicional, lo que nos obligó a girar hacia una educación más virtual, donde el alumno tiene que poner mucho de su parte en la preparación. El conocimiento hay que autogestionárselo; claro está, con la guía del profesor”.
Mas no solo eso ha debido cambiar, en el afán porque teoría y práctica vayan de la mano; hasta las instituciones jurídicas ha llegado a aprender con sus alumnos. “Tenemos el conocimiento teórico de lo que debe ser el Derecho, pero nos está faltando ir a la práctica y observar cómo suceden todos esos fenómenos que se explican en el aula”.
Por si fuera poco, la reciente aprobación de nuevas leyes casi que impone un nuevo reto para los juristas. “Era más que necesario transformar todas esas normativas y nuestro papel es importantísimo. Prácticamente tenemos que volver a estudiar la carrera. Los principios sobre los que se sustenta el Derecho son valederos; no obstante, hablamos de procesos que modifican sus términos, su vigencia, la forma de recurrir, la forma de solicitarlos, surgen nuevas figuras delictivas”.
Lo dice a quien la elección como miembro del Consejo Nacional de la Unión Nacional de Juristas de Cuba lo tomó por sorpresa, aun cuando las funciones como vicepresidente de la Junta Directiva Provincial le sumen responsabilidades en una organización que, de cierto modo, lo ha visto crecer desde que le abriera las puertas en sus años como estudiante, y él ha sabido agradecerle con una entrega y disposición que no tienen fecha ni horario en el calendario. De ello podrán dar fe no solo notarios, sino todo un gremio que lo prestigia porque ha sabido ganárselo.
Dos maestrías, más de una treintena de artículos académicos publicados, una familia que comienza a formarse y siempre será lo más importante, pareciera mucho para quien apenas tiene 30 años. Sin embargo, Javier prefiere no conformarse y ya valora la posibilidad de iniciar un doctorado que, anhela, pueda llevar la cooperación de universidades extranjeras, como mismo ansía colgarse la toga de abogado o juez, una deuda que no ha podido saldar con el jurista devenido maestro.
Tomado del periódico digital Invasor
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