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En la muerte de Máximo Gómez

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Resulta imposible en una página seguir paso a paso la vida de un hombre que desafió la muerte en más de 235 combates sin sufrir más que dos heridas y que, a la postre, murió en su cama, fulminado por una septicemia, a los 69 años de edad. Es el mayor general Máximo Gómez, General en Jefe del Ejército Libertador, el Generalísimo. El héroe de Palo Seco y Las Guásimas, Mal Tiempo y la Reforma, aquel hombre al que jamás «el sol de Cuba calentó un día fuera del campamento o del campo de batalla», según escribió él mismo, a lo largo de toda la Guerra Grande, primero, y luego durante la Guerra del 95, y que terminaría confesando que  nada odiaba tanto en el mundo como la guerra.

No tiene a partir de 1895, cuando desembarcó en Cuba junto con Martí, un solo minuto de reposo hasta que finaliza la contienda en 1898. Tres años de duras privaciones, a la intemperie, encima del caballo, durmiendo poco y mal alimentado.

El cuerpo, que llegó a parecer de acero, empieza a resentirse. Escribe: «Hace muchos días que con el pretexto del frío mi cama es el duro suelo, suavizado con pajas de potrero donde pastan los ganados. La hamaca ya no me es cómoda, como era antes. Y es que la tierra quizá me llame a su seno. Por eso, sin duda, no siento en mi corazón el tormento, sino una ambición, la de ayudar a concluir pronto esta obra de redención, y retirarme a descansar, lejos, si es posible, del bullicio de los hombres, para no ser más víctima de sus veleidades».

Pese a su alto grado militar, en la manigua su posición es la de soldado. Viste una guerrera oscura que luce el escudo de la República y una estrella de cinco puntas. Su tienda de campaña es una lona, y cuando recibe una de seda, que le manda un admirador desde Francia, la corta en pedazos y los reparte entre la tropa. Atadas a la montura lleva sus únicas propiedades: un costurero con hilo y aguja, el álbum con las fotos de sus hijos y un jarrito para el agua y el café. Porta también un atado de cañas de azúcar que, por las noches, coloca debajo de la hamaca. Con su zumo mitiga el hambre y la fatiga.

Le parecerá poco, para mí es mucho

Una anécdota lo retrata, como pocas, de cuerpo entero. Vigente ya el Pacto del Zanjón, Gómez se entrevista con el general Arsenio Martínez Campos, «el Pacificador», para que, en virtud de lo acordado, le facilite el modo de salir de la Isla. El jefe enemigo le pide que reconsidere su determinación, dice que hombres como él son necesarios en la etapa que se avecina y que, con tal de que permanezca aquí, menos la mitra de un obispo, está dispuesto a concederle lo que pida. Como Gómez se mantiene inalterable en su posición, Martínez Campos le ofrece entonces medio millón de pesos para que rehaga su vida en el exterior.

Imaginemos la escena. De una parte el militar español con sus insignias de capitán general y diez o 12 condecoraciones sobre el lado izquierdo de la guerrera impoluta. De la otra, el mambí casi en harapos que, indignado, riposta de inmediato.

«Recuerde, General, que si usted tiene entorchados, yo también los tengo, y está usted obligado a respetarme. Estos andrajos con los que me ve cubierto, valen más que todo cuanto España pueda ofrecerme… yo no puedo admitir a usted ese dinero»,

Avergonzado, pide Martínez Campos a Gómez que le deje algún recuerdo. Saca Gómez de su bolsillo un pañuelo hecho jirones y se lo entrega.

«Le parecerá poco, pero para mí es mucho, pues es el único que tengo».

Gómez había nacido en Baní, Santo Domingo, el 18 de noviembre de 1836. En 1865 se trasladó a Cuba. Con grados de sargento se incorporó a las huestes insurrectas el 16 de octubre de 1868, seis días después de

iniciadas las hostilidades. Y el 18 era ya mayor general. En 1902

la República le confirió la ciudadanía cubana por nacimiento.

Aseguran especialistas que Gómez desarrolló la táctica y la estrategia al más alto grado y fue el maestro de nuestros principales jefes militares. Sostuvo la concepción estratégica de que la guerra solo se ganaría destruyendo la base económica que sustentaba al régimen colonial. Por eso concedió  importancia primordial a las invasiones al occidente de la Isla con el fin de extender la guerra por todo el país. Fue un artífice de la guerra irregular, en la que no daba descanso al enemigo al aprovechar al máximo el terreno, el clima y otras características del medio. Sobresalió por su austeridad, civismo y desprendimiento del poder político, y mantuvo muy en alto la exigencia de la disciplina.

Enfermo de popularidad

Finaliza la guerra y se establece en La Habana. El sueño cubano de libertad e independencia se frustró por la ocupación militar que siguió a la intervención norteamericana en la guerra contra España, y Gómez se erige, ya en la paz, como un factor de unidad y equilibrio, ajeno al desempeño de cualquier posición política, incluso la Presidencia de la República, que rechazó de manera tajante. Pero la intransigencia y los desplantes del Gobierno lo mantuvieron momentáneamente apartado hasta que lo sacaron de su retiro los propósitos del presidente Estrada Palma de prorrogarse en el poder. De vuelta a la brega, asiste a juntas y hace declaraciones. Ve el descontento popular e intuye la convulsión que se avecina. Dice a sus íntimos: «Siento barruntos de Revolución». Es así que decide viajar a Santiago de Cuba. Será en apariencia un viaje de descanso que hará en compañía de su esposa y dos de sus hijas y que le permitirá abrazar a su hijo Maxito y a sus nietos, que viven allá. Pero el viaje tiene también una intención política: impulsar la candidatura presidencial del general Emilio Núñez.

Sigue siendo un ídolo, y la plácida estancia en Santiago de Cuba le reafirma, como si acaso lo necesitara, que su arraigo y ascendencia están intactos y siguen siendo enormes. La gente le cierra el paso en la calle. Todos quieren verlo y saludarlo. Una noche se queja el general de un dolor en la mano derecha, que tantos han insistido en estrechar en las jornadas precedentes. Un dolor que se manifiesta justo en el sitio donde días antes se hizo una pequeña herida. El malestar, tolerable y aparentemente pasajero y sin importancia, se complica. Hay infección y sobreviene la fiebre; se dispone de inmediato el regreso a La Habana. Así lo determina el doctor José Pareda, su médico de cabecera, que lo acompaña, y que ha diagnosticado una pihoemia. En verdad, el mayor general Máximo Gómez ha enfermado de popularidad.

Como un jefe de estado

En un tren especial trasladan a La Habana al ilustre paciente, que empeora por horas. Sube la fiebre, los escalofríos son insoportables. Persiste la debilidad general y se detecta un absceso hepático a punto de supurar. El día 11 de junio su estado era ya de gravedad extrema y Gómez estaba consciente del final irremediable. El 17, por la mañana, el guerrero se despidió de su esposa y de sus hijos. A las cuatro llegan a visitarlo el secretario de Gobernación y el jefe de la Guardia Rural. Se interesan por saber si la familia estima oportuna la visita del presidente Estrada Palma, aquel hombre a quien Gómez llamaba Tomasito y del que lo han separado sus arbitrariedades y ambiciones. Llega el mandatario 15 minutos antes de que ocurra el fallecimiento.

Fallece a las seis de la tarde del 17 de junio, hace ahora 114 años. A las 11:30 de la noche el Senado, en sesión extraordinaria, declaraba de luto nacional los días 18, 19 y 20 de junio, y establecía que los cuerpos armados guardaran duelo oficial durante nueve días. Disponía que las honras fúnebres tuvieran carácter nacional y votaba un presupuesto de hasta

15 000 pesos para los gastos del sepelio. Se tributarían al difunto las honras correspondientes a un presidente de la República. Poco después se reunía la Cámara de Representantes y aprobaba, también por unanimidad, el proyecto del Senado que, sancionado por Estrada Palma, se convertía en ley y se publicaba de inmediato en una edición extraordinaria de la Gaceta Oficial. Mientras, el presidente de la República daba a conocer una Proclama al país:

«El mayor general Máximo Gómez, general en jefe del Ejército Libertador, ha muerto, la pérdida es irreparable. Toda la nación está de duelo, y estando todos identificados con el mismo sentimiento de pesar profundo, el Gobierno no necesita estimularlo para que sea universal, de un extremo a otro de la Isla, el espontáneo testimonio, público y privado, de intenso dolor».

Los funerales tienen lugar en el Salón Rojo del Palacio Presidencial, antiguo de los Capitanes Generales. Una vez allí las banderas de Cuba y Santo Domingo cubren el ataúd. Acude el Gobierno en pleno, se hacen presentes los parlamentarios, altos oficiales del Ejército Libertador, las clases vivas… ¿Y el pueblo? Su hija Clemencia se percata de que el cadáver permanece aislado de los sectores humildes y reclama su presencia. Pregunta airada: «¿Dónde está ese pueblo que liberó mi padre?». Es entonces que comienza el desfile de los desposeídos, interminable.

El erudito dominicano Pedro Henríquez Ureña, testigo de los hechos, escribiría:

«Estaba prohibido hacer música y no se oía vibrar un piano ni sonar uno de los muchos fonógrafos de La Habana. Cada media hora, durante tres días, disparaba el cañón de la fortaleza de La Cabaña; y cada hora tañían las campanas de los templos. Cerrados los teatros, las oficinas, los establecimientos, ofrecían las calles llenas de colgaduras negras y banderas enlutadas un aspecto extraño con las multitudes que discurrían convergiendo hacia el Palacio».

La Isla quedó paralizada. El 20, a las tres de la tarde, parte el cortejo al toque de 21 cañonazos. Veinte carruajes y dos largas hileras de personas transportan las ofrendas florales. No pudo precisarse cuántas personas acompañaron el cadáver, pero sin duda nunca hubo antes un entierro más concurrido. José Cruz y Juan Barrena, los cornetas de siempre del general dejan escuchar los toques de silencio y generala que calman a la multitud. No hubo despedida de duelo. El viejo mambí, lejos de bajar a la tierra, reafirmaba su lugar en la gloria.

Tomado de Juventud Rebelde

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