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Homenaje al Generalísimo en el aniversario 115 de su muerte

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Corría el mes de mayo de 1905, cuando invita Máximo Gómez a su esposa Manana a visitar Santiago de Cuba, la propuesta llena de júbilo a la familia, pues los acompañarán en dicho viaje sus hijas Clemencia y Margarita.
El viaje tenía como propósito visitar a su hijo Máximo, a Candita, la esposa de este, y a los pequeños nietos, y, de paso, Abriga además el General una segunda intención: impugnar los planes reeleccionistas del presidente Tomás Estrada Palma y promover la candidatura presidencial del general Emilio Núñez.

La despedida en la terminal de ferrocarril, ubicada en el lugar que actualmente ocupa el Capitolio, fue un acontecimiento en la ciudad, la mayoría acudió para despedir al Generalísimo.

A cada estación de tránsito donde llegaba Gómez, el pueblo lo vitoreaba, agolpado en los alrededores, esperando ver la legendaria figura del hombre de tantos combates y audacia desmedida; los viejos compañeros de armas iban a recibirlo y lo escoltaban respetuosamente hasta la nueva partida.
Pero el espíritu eufórico se trocó en preocupación al conocerse que Máximo Gómez se encontraba enfermo y su estado físico era grave. Aparentemente todo comenzó por la lesión que tenía en su mano derecha, por donde penetró la infección que se extendió por todo el cuerpo agotado por los años y el desgaste de las penalidades sufridas en las guerras.

A Santiago de Cuba acudieron a examinarlo varios doctores acompañados de sus más íntimos amigos, indicándose, de manera casi inmediata, su traslado a la capital, a donde llegó el día ocho de junio. Con el paso de los días el estado físico de Gómez se agravaba y para la segunda decena de junio era previsible el próximo y fatal desenlace se encontraba fulminado por la septicemia. El día 11 su estado era ya de gravedad extrema y Gómez estaba consciente del final irremediable.

El 17, por la mañana, el guerrero se despidió de su esposa y de sus hijos. A las cuatro llegan a visitarlo el secretario (ministro) de Gobernación y el jefe de la Guardia Rural, general Alejandro Rodríguez. No es una mera visita de cortesía, sino una negociación. Se interesan por saber si la familia estima oportuna la visita del presidente Estrada Palma, aquel hombre a quien Gómez llamaba Tomasito y del que lo han separado sus arbitrariedades y ambiciones. A esa hora, el General da una orden, la última de su vida. Antes de caer en un letargo del que no saldría ya, dice a los que lo rodean:
—Lo reclamo. Si estoy muerto, enterradme, caballeros.

Faltan 15 minutos para las seis cuando arriba el mandatario a la casa de 5ta. y D. El paciente había entrado ya en agonía. A las seis en punto de la tarde, el doctor Pareda da la noticia, no por esperada menos dolorosa. Dice: «Señores, el General ha muerto».

El cadáver fue medido y los escultores Fernando Adelantado y Miguel Meleros hicieron sendas mascarillas mortuorias. Se embalsamó el cuerpo y se colocó en la sala principal de la casa.

A las 11:30 de la noche el Senado, en sesión extraordinaria, declaraba Luto Nacional los días 18, 19 y 20 de junio, y establecía que los cuerpos armados guardaran duelo oficial durante nueve días. Disponía que las honras fúnebres tuvieran carácter nacional y votaba un presupuesto de hasta 15 000 pesos para los gastos del sepelio. El cadáver sería velado en el Salón Rojo del Palacio Presidencial (antiguo de los Capitanes Generales) y se tributarían al difunto las honras correspondientes a un Presidente de la República. Poco después se reunía la Cámara de Representes y aprobaba, también por unanimidad, el proyecto del Senado que, sancionado por Estrada Palma, se convertía en ley y se publicaba de inmediato en una edición extraordinaria de la Gaceta oficial. Mientras, el Presidente de la República daba a conocer una Proclama al país:
«El mayor general Máximo Gómez, General en Jefe del Ejército Libertador, ha muerto. No hay un solo corazón en Cuba que no se sienta herido por tan rudo golpe; la pérdida es irreparable. Toda la nación está de duelo, y estando todos identificados con el mismo sentimiento de pesar profundo, el Gobierno no necesita estimularlo para que sea universal, de un extremo a otro de la Isla, el espontáneo testimonio, público y privado, de intenso dolor».
Se difunde la noticia. Cuba entera está de luto. Consternado, el pueblo llora y se aglomera frente a la casa. También llora Manana en una de las habitaciones, desconsolada por el golpe demoledor. Minutos después de la hora convenida, los hijos de Gómez —Máximo, Urbano, Bernardo y Andrés— cargan el féretro en hombros y lo sacan a la calle.

Cubren el ataúd, en el Salón Rojo, las banderas de Cuba y de Santo Domingo. Acude el Gobierno en pleno, se hacen presentes los parlamentarios, altos oficiales del Ejército Libertador, las clases vivas… ¿Y el pueblo? Clemencia se percata de que el cadáver permanece aislado de los sectores humildes y reclama su presencia. Pregunta airada: «¿Dónde está ese pueblo que liberó mi padre?». Es entonces que comienza el desfile de los desposeídos, interminable.

El erudito dominicano Pedro Henríquez Ureña, testigo de los hechos, escribiría:
«Estaba prohibido hacer música y no se oía vibrar un piano ni sonar uno de los muchos fonógrafos de La Habana. Cada media hora, durante tres días, disparaba el cañón de la fortaleza de La Cabaña; y cada hora tañían las campanas de los templos. Cerrados los teatros, las oficinas, los establecimientos, ofrecían las calles llenas de colgaduras negras y banderas enlutadas, un aspecto extraño con las multitudes que discurrían convergiendo hacia el Palacio».

A las tres de la tarde del martes 20 de junio, al toque de 21 cañonazos, sale el cortejo fúnebre desde el Palacio Presidencial con destino a la Necrópolis de Colón. Es el sepelio más grande que se haya visto en Cuba hasta ese momento. Veinte carruajes y dos largas hileras de personas se requieren para trasladar las ofrendas florales. Hay alteraciones del orden en Galiano y San Rafael, y en Reina y Belascoaín, porque la multitud insiste en llevar el féretro en hombros y en esos lugares, y también en el cementerio, la fuerza pública trata de controlar la muchedumbre a golpes. Por suerte, los ánimos se calman cuando José Cruz y Juan Barrena, las cornetas de siempre del General, tocan silencio y generala, el toque que tantas veces acompañó los combates en la manigua insurrecta. Los generales mambises Bernabé Boza, Emilio Núñez, Pedro Díaz y Javier de la Vega sacan el ataúd del carruaje que lo condujo a la Necrópolis y lo depositan en la fosa.
Aniversario 115 del fallecimiento del Generalísimo Máximo Gómez Báez
¡Gloria Eterna al Generalísimo!

 

Colaboración del MsC Rafael Cepero Gòmez,Historiador de la Universidad de Ciego de Àvila.

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