Nunca se expresa mejor el sentido de la vida que cuando se sabe está próxima la muerte. Así definió sus ideas José Julián Martí Pérez, cuando ya estaba “todos los días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi deber- puesto que lo entiendo y tengo fuerzas con qué realizarlo- de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”.
El 18 de mayo de 1895, en el campamento mambí en Dos Ríos y en vísperas de su caída en combate, Martí escribe su carta inconclusa a Manuel Mercado, considerada su testamento político, pues allí define claramente el rumbo político al que dedicó su vida frente al naciente imperialismo norteamericano.
“Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso. En silencio ha tenido que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin”, escribe Martí.
“Las mismas obligaciones menores y públicas de los pueblos (…) más vitalmente interesados en impedir que en Cuba se abra, por la anexión a los imperialistas de allá y los españoles, el camino que se ha de cegar, y con nuestra sangre estamos cegando, de la anexión de los pueblos de Nuestra América, al norte revuelto y brutal que los desprecia (…) Viví en el monstruo y le conozco las entrañas, y mi onda es la de David”, precisó el Apóstol.
Por si no fuese suficientemente claro, el Héroe Nacional de Cuba fue aún más explícito de sus ideas: “La guerra de Cuba, realidad superior a los vagos y dispersos deseos de los cubanos y españoles anexionistas, a que solo daría relativo poder su alianza con el gobierno de España, ha venido a su hora en América, para evitar, aun contra el empleo franco de todas esas fuerzas, la anexión de Cuba a los Estados Unidos, que jamás la aceptarán de un país en guerra, ni pueden contraer, puesto que la guerra no aceptará la anexión, el compromiso odioso y absurdo de abatir por su cuenta y con sus armas una guerra de independencia americana.
“Nuestra alma es una, y la sé, y la voluntad del país: pero estas cosas son siempre obra de relación, momento y acomodos”, dice Martí y agrega en su carta-testamento político. “Con la representación que tengo, no quiero hacer nada que parezca extensión caprichosa de ella. Llegué, con el General Máximo Gómez y cuatro más, en un bote, en que llevé el remo de proa bajo el temporal, a una pedrera desconocida de nuestras playas; cargué catorce días, a pie, por espinas y alturas, mi morral y mi rifle, alzamos gente a nuestro paso; siento en la benevolencia de las almas la raíz de este cariño mío a la pena del hombre y a la justicia de remediarla; los campos son nuestros sin disputa, a tal punto, que en un mes solo he podido oír un fuego; y a las puertas de las ciudades, o ganamos una victoria, o pasamos revista, ante entusiasmo parecido al fuego religioso, a tres mil armas; seguimos camino al centro de la Isla, a deponer yo, ante la revolución que he hecho alzar, la autoridad que la emigración me dio, y se acató dentro, y debe renovar conforme a su estado nuevo, una asamblea de delegados del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas”.
“Hay afectos de tan delicada honestidad…” con esta frase inconclusa, ante el llamado a montar a caballo por la proximidad de una columna española, quedó la histórica carta de ese hombre que, en pocas horas y a sus 42 años pasaría a la historia americana como uno de sus grandes próceres y pensadores.
Para Cuba, la vida y ejemplo de su Héroe Nacional trazaría el camino que continuaría en el Centenario de su nacimiento en 1853 la generación que, bajo el mando de Fidel Castro Ruz asaltaría el 26 de julio de 1953 los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, derrocaría una cruel tiranía y comenzaría el 1 de enero de 1959 la construcción de una Revolución Socialista para convertir en realidad los ideales martianos.
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