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Preservar el linaje

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Comprendamos que existe un vacío en torno a la maternidad entendida como mito porque otra vez fuimos estafadas: el cuidado y la educación de los hijos ha recaído históricamente en nuestras manos, mas hemos sido transmisoras de ideas patriarcales desde que empezó la tradición de dominación que hoy podemos observar a simple vista. Estuvimos destinadas desde el principio a ser no solo madres, sino padres a la vez.

Desde antes del Renacimiento, cuando la civilización no era tal y las personas se agrupaban en tribus, el nivel que un individuo alcanzaba en la sociedad estaba determinado en lo fundamental por su relación con la productividad colectiva. Por su constitución física los hombres eran los encargados de salir a cazar y proveer alimentos al hogar (esto no ha cambiado mucho en esencia) y las mujeres eran relegadas a un espacio más privado: las tareas domésticas, las labores de artesanía, atender los cultivos si los había y, claro, la maternidad y la consecuente labor de cuidadora.

Las largas estancias de las mujeres en el ambiente doméstico y el trabajo en actividades «no-masculinas», digamos, trajo consigo que desarrollaran habilidades en cuanto al conocimiento, por ejemplo, de los ciclos de la Naturaleza y la influencia climática en los cultivos y en el comportamiento de los animales. El mucho tiempo para observar les permitió estrechar su vínculo con los elementos y generar una sabiduría que resultaba demasiado agresiva a los ojos masculinos (luego se encargaron de demonizar esas habilidades, y el conocimiento se convirtió en el pasaje hacia la hoguera), y que legitimó la permanencia en el hogar como el rol más adecuado para las mujeres y las labores de casa como las más apropiadas. Ello se mordía la cola al generar un patrón imbatible frente a la libertad superior de los grupos de machos-cazadores. La casa era también el lugar para engendrar y criar a los hijos (responsabilidad casi absoluta de las mujeres). La reproducción se constituyó como la manera fundamental en que el «sexo débil» podía resultar productivo.

A las solteras se les permitía salir a realizar determinadas actividades junto a los hombres, pero igual nunca eran bien vistos los períodos largos en esos trotes, porque el fin último era y debía ser la concreción de la maternidad.

Comprendamos que existe un vacío en torno a la maternidad entendida como mito porque otra vez fuimos estafadas: el cuidado y la educación de los hijos ha recaído históricamente en nuestras manos, mas hemos sido transmisoras de ideas patriarcales desde que empezó la tradición de dominación que hoy podemos observar a simple vista. Estuvimos destinadas desde el principio a ser no solo madres, sino padres a la vez.

Tal como la concebimos hoy, la maternidad es la muestra del poder real y ejercido del patriarcado, por una parte; y del poder simbólico usurpado, por la otra. Desde el origen de las relaciones sociales los hombres se apropiaron de esta para pautar aquello de los derechos reproductivos, y establecer — dictaminar — quién puede ser madre o no, en qué circunstancias precisas y qué hacer con el hijo o hija una vez nacido.

Beauvoir habla del cuerpo-territorio expropiado, de la díada preservación de la especie e individualidad femenina. Federici habla de capitalismo y de la maternidad como trabajo forzado. ¿Qué diría Marx?

Entiendo que no es extraño que por ello perciba cierta carga sobre mí por haber nacido mujer. Hoy me es imposible «preservar el linaje» que he heredado; ese que se muestra a todas luces en el apellido de mi padre y que es la demostración perenne de la superioridad social del macho: la supremacía patriarcal frente a la potencia y la sabiduría maternales.

La realidad, no obstante, sí ha cambiado mucho. En función de la igualdad de género y la no discriminación, se han modificado los sistemas jurídicos que apuntan hacia un modelo de elección libre del orden de los apellidos, con base en el consenso entre los padres o en la decisión de los hijos una vez alcanzada la reputada mayoría de edad.

Los instrumentos internacionales se han flexibilizado de acuerdo con las dinámicas de una sociedad que ya no cree en la preservación de un estado de cosas que ha demostrado no ser funcional para nadie, ni siquiera para el machismo supremacista. Los tratados constitucionales hablan de una libertad que trasciende los derechos convencionales y se asienta en el derecho a la identidad, la nacionalidad, la protección, el cuidado, la alimentación, el cariño…

Hoy, la desprotección de una persona en su país tiene dimensiones universales. Los derechos de una persona en su país son los derechos de la Humanidad — así, con mayúsculas — . La discriminación y la vejación de los derechos de los niños y las mujeres son de interés de las regulaciones internacionales y de los códigos internos de los países.

Este entendimiento es un esfuerzo por normalizar el respeto a la libre elección y modernizar las estructuras tradicionales. ¡Qué simple es decir que la igualdad es un derecho de todas las personas! ¡Qué complejo ha sido, no obstante, normalizar los principios entre igualdad de género e igualdad ante la ley!

También parece simple abordar el tema del orden de la adjudicación de los apellidos en un marco legislativo, sobre todo cuando esto en apariencia no causa demasiados estragos a nivel social, pero es una muestra clarísima de las relaciones inequitativas entre ambos géneros. El hecho de que el Estado decida regular el carácter flexible del otorgamiento de los apellidos de una niña o un niño es, otra vez, la conciliación de la vida pública y la privada, el punto de luz sobre la familia como vínculo primordial; el oído puesto sobre los reclamos femeninos que, desde hace generaciones, piden se reconozca la maternidad como experiencia real y concreta, al margen de los valores patriarcales y en consonancia con las relaciones cuerpo emocional y cuerpo físico.

Eso, que somos nosotras las que parimos. Que estamos hartas de la purpurina puesta sobre la maternidad. Somos madres si lo decidimos, y estamos felices con ello o no. Es una experiencia de autorrealización o no, pero no es nuestro trabajo.

Tenemos derecho a estar enojadas por cargar por siglos unos valores que muchas veces no nos pertenecen. Queremos el derecho a ser dos y no la mujer que muere y se convierte en madre al dar a luz, olvidándose de su individualidad. Tenemos derecho a preservar el recuerdo de nuestra ascendencia, sin que esta sea aplastada por la identidad del macho en todas sus variantes.

Por eso hay que flexibilizar la ley, para darnos un espacio que siempre nos ha pertenecido, que merecemos y necesitamos. Nada, un espacio que es nuestro. Y punto.

Por Nueve Azul.Tomado de Alma Mater

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