Política y Sociedad

En Baraguá se salvó el honor de Cuba

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protesta-de-baragua-foto-archivo-de-granmaEs sabido que la Guerra del 68 no fue una contienda preparada a conciencia, en primer lugar por las difíciles condiciones imperantes en la para entonces última colonia de España en América, a la falta de comunicación entre los sectores separatistas, y al efecto que tuvieron la improvisación y hasta el factor de la imponderabilidad en la decisión personal del abogado y terrateniente bayamés Carlos Manuel de Céspedes de adelantar la fecha de la insurrección para el 10 de octubre de 1868.

Todo esto tendría un peso determinante en la suerte del conflicto bélico iniciado ese día, el cual nadie preveía entonces que se extendería a lo largo de 10 años y que concluiría sin victoria. De los errores y divisiones acumulados entre los cubanos que luchaban en la isla o que se hallaban en la emigración a lo largo de la Guerra del 68 surgió poco a poco la semilla que echó por tierra la sangre, los esfuerzos y sacrificios de todo un pueblo desplegados en una década de infortunios.

  Al pecado original de la deposición del presidente Carlos Manuel de Céspedes en 1873 y su muerte en 1874, siguió la sedición de Lagunas de Varona (1875) y a esta, la expulsión del General Máximo Gómez de Las Villas en un momento de gran accionar bélico; todavía verían los campos insurrectos el penoso espectáculo de la segunda sedición de Vicente García, esta vez en Santa Rita, el Cantón de Holguín (1877) y otros hechos funestos.

   Este fue el momento escogido por el militar y político general español Arsenio Martínez Campos para iniciar la maniobra de “echarle agua” a la hoguera de la guerra con ciertas concesiones de forma, halagos y amaños dirigidos a desmovilizar al bando cubano. Fue así como se llegó al Pacto del Zanjón, suscrito el 10 de febrero de 1878 entre el llamado Comité del Centro —que sustituyó a la autodisuelta Cámara de Representantes— y las autoridades peninsulares.

Y mientras unos no combatían y otros se erigían en los campamentos en piezas motrices del derrotismo y la desmovilización, Antonio Maceo, convaleciente aún de las ocho heridas recibidas en la acción del Potrero de Mejía, sumaba a su carrera algunos de sus más sonados triunfos militares.

   El 29 de enero arremete contra un convoy enemigo cerca de Palma Soriano y tras sangriento combate se apropia de numerosas armas, pertrechos y cerca de 50 000 tiros. El 4 de febrero, llevando consigo una fracción de sus fuerzas, aplasta a los españoles en Juan Mulato y captura otro botín extraordinario, equivalente a recibir toda una expedición.

   Como si no bastara, el propio 10 de febrero, cuando se consumaba en Camagüey la firma del humillante Pacto zanjonero, el General Antonio caía sobre el célebre Batallón de San Quintín, en la comarca de San Ulpiano, donde causó 245 bajas entre muertos y heridos y vengó la muerte del presidente Céspedes, ocurrida por una delación a manos de esa tropa selecta en San Lorenzo, Sierra Maestra, el 27 de febrero de 1874.

En medio de una racha de victorias al hilo le llega al Titán de Bronce la triste noticia de la capitulación de la mayor parte de las fuerzas cubanas, mala nueva que le fue confirmada en entrevista con Máximo Gómez Báez.

   Valiente, fornido y resistente como el que más, y abnegado patriota, Maceo también era astuto y hábil político, así que, dispuesto a continuar la guerra a cualquier precio, decidió ganar tiempo para preparar mejor la resistencia. Con este fin solicitó por carta una entrevista a Martínez Campos, precedida por una temporal suspensión de hostilidades.

   El general hispano aceptó porque creyó que aquello convenía a sus intereses. Y mientras llegaba la fecha del 15 de marzo, convenida para el encuentro, el sagaz militar envió emisarios a muchos jefes en diversas zonas de la geografía oriental, en un esfuerzo por limar las diferencias y alzar de nuevo a todos bajo la bandera de la estrella solitaria.

   Por fin, el esperado día acudieron a la histórica cita 60 jinetes españoles y una cantidad similar de combatientes cubanos, como se había acordado previamente. Bajo los copudos mangos, sentados frente a frente, el susceptible jefe español y su brillante interlocutor criollo. Por la parte española intervino Martínez Campos, mientras que por la cubana, además de Maceo, lo hacían Félix Figueredo, su médico personal y amigo, y el Mayor General manzanillero Manuel Titá Calvar.

   Maceo no dejó que el “pacificador” aclarase nada sobre el contenido del Pacto, ni que le diera lectura a sus artículos. Le formuló dos demandas a las que sabía que no podía acceder: la independencia de Cuba y la abolición de la esclavitud.

   La primera era imposible para el hispano y la segunda no tenía objeto si se cumplía la primera; España solo estaba dispuesta a reconocer libres a los exesclavos y colonos asiáticos que formaban parte del Ejército insurrecto. Maceo rechazó también el intento de Martínez Campos de hablarles a los cubanos que se encontraban atentos en un lugar algo alejado.

En cambio le reiteró: “No estamos de acuerdo con lo pactado en el Zanjón; no creemos que las condiciones allí estipuladas justifiquen la rendición después del rudo batallar por una idea durante 10 años y deseo evitarle la molestia de que continúe sus explicaciones porque aquí no se aceptan”.

“¿Por qué no permitirles que decidan el asunto por mayoría?”, pregunta el español, a lo que el Titán replica: “Es inútil, soy el eco de esos jefes y oficiales que me rodean”. Y cuando con nuevas argucias intenta el ibérico matar el espíritu combativo de los insurrectos, proponiéndoles la extensión de la tregua por tiempo indefinido, Maceo se niega rotundamente y es acordada la fecha del 23 de marzo para el reinicio de las hostilidades.

De aquí salió el grito alegre de un oficial cubano a los soldados que se hallaban algo distantes: “¡Muchachos, el 23 se rompe el corojo!”.

   Como expresaría casi un siglo después el líder histórico de la Revolución, Fidel Castro, allí, bajo aquellos árboles frondosos, se había salvado “el honor, la conciencia y la moral de los cubanos”. Desde entonces Baraguá y el General Antonio son sinónimos de resistencia y rebeldía para todo un pueblo, que suscribió masivamente el Juramento de defender a Cuba hasta las últimas consecuencias.

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