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El amor profundo a la Patria

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Veamos en poemas de dos grandes y representativos intelectuales latinoamericanos, su amor e inspiración por la Patria amada y añorada:

Pequeña patria mía

Pequeña patria mía, dulce tormenta,

un litoral de amor elevan mis pupilas

y la garganta se me llena de silvestre alegría

cuando digo patria, obrero, golondrina.

Es que tengo mil años de amanecer agonizando

y acostarme cadáver sobre tu nombre inmenso,

flotante sobre todos los alientos libertarios,

Guatemala, diciendo patria mía, pequeña campesina.

Ay, Guatemala,

cuando digo tu nombre retorno a la vida.

Me levanto del llanto a buscar tu sonrisa.

Subo las letras del alfabeto hasta la A

que desemboca al viento llena de alegría

y vuelvo a contemplarte como eres,

una raíz creciendo hacia la luz humana

con toda la presión del pueblo en las espaldas.

¡Desgraciados los traidores, madre patria, desgraciados.

Ellos conocerán la muerte de la muerte hasta la muerte!

¿Por qué nacieron hijos tan viles de madre cariñosa?

Así es la vida de los pueblos, amarga y dulce,

pero su lucha lo resuelve todo humanamente.

Por ello patria, van a nacerte madrugadas,

cuando el hombre revise luminosamente su pasado.

Por ello patria,

cuando digo tu nombre se rebela mi grito

y el viento se escapa de ser viento… (fragmento)

 

Mario Benedetti, Uruguayo.

 

Niágara

 

Templad mi lira, dádmela, que siento

En mi alma estremecida y agitada

Arder la inspiración. ¡Oh! ¡cuánto tiempo

En tinieblas pasó, sin que mi frente

Brillase con su luz…! Niágara undoso,

Tu sublime terror sólo podría

Tornarme el don divino, que ensañada

Me robó del dolor la mano impía.

 

Torrente prodigioso, calma, calla

Tu trueno aterrador: disipa un tanto

Las tinieblas que en torno te circundan;

Déjame contemplar tu faz serena,

Y de entusiasmo ardiente mi alma llena.

Yo digno soy de contemplarte: siempre

Lo común y mezquino desdeñando,

Ansié por lo terrífico y sublime.

 

Al despeñarse el huracán furioso,

Al retumbar sobre mi frente el rayo,

Palpitando gocé: vi al Oceano,

Azotado por austro proceloso,

Combatir mi bajel, y ante mis plantas

Vórtice hirviente abrir, y amé el peligro.

Mas del mar la fiereza

En mi alma no produjo

La profunda impresión que tu grandeza.

 

Sereno corres, majestuoso; y luego

En ásperos peñascos quebrantado,

Te abalanzas violento, arrebatado,

Como el destino irresistible y ciego.

¿Qué voz humana describir podría

De la sirte rugiente

La aterradora faz? El alma mía

En vago pensamiento se confunde

Al mirar esa férvida corriente,

Que en vano quiere la turbada vista

En su vuelo seguir al borde oscuro

Del precipicio altísimo: mil olas,

Cual pensamiento rápidas pasando,

Chocan, y se enfurecen,

Y otras mil y otras mil ya las alcanzan,

Y entre espuma y fragor desaparecen.

 

¡Ved! ¡llegan, saltan! El abismo horrendo

Devora los torrentes despeñados:

Crúzanse en él mil iris, y asordados

Vuelven los bosques el fragor tremendo.

En las rígidas peñas

Rómpese el agua: vaporosa nube

Con elástica fuerza

Llena el abismo en torbellino, sube,

Gira en torno, y al éter

Luminosa pirámide levanta,

Y por sobre los montes que le cercan

Al solitario cazador espanta.

 

Mas ¿qué en ti busca mi anhelante vista

Con inútil afán? ¿Por qué no miro

Alrededor de tu caverna inmensa

Las palmas ¡ay! las palmas deliciosas,

Que en las llanuras de mi ardiente patria

Nacen del sol a la sonrisa, y crecen,

Y al soplo de las brisas del Océano,

Bajo un cielo purísimo se mecen?

 

Este recuerdo a mi pesar me viene…

Nada ¡oh Niágara! falta a tu destino,

Ni otra corona que el agreste pino

A tu terrible majestad conviene.

La palma, y mirto, y delicada rosa,

Muelle placer inspiren y ocio blando

En frívolo jardín: a ti la suerte

Guardó más digno objeto, más sublime.

El alma libre, generosa, fuerte,

Viene, te ve, se asombra,

El mezquino deleite menosprecia,

Y aun se siente elevar cuando te nombra.

 

¡Omnipotente Dios! En otros climas

Vi monstruos execrables,

Blasfemando tu nombre sacrosanto,

Sembrar error y fanatismo impío,

Los campos inundar en sangre y llanto,

De hermanos atizar la infanda guerra,

Y desolar frenéticos la tierra.

 

Vilos, y el pecho se inflamó a su vista

En grave indignación. Por otra parte

Vi mentidos filósofos, que osaban

Escrutar tus misterios, ultrajarte,

Y de impiedad al lamentable abismo

A los míseros hombres arrastraban.

Por eso te buscó mi débil mente

En la sublime soledad: ahora

Entera se abre a ti; tu mano siente

En esta inmensidad que me circunda,

Y tu profunda voz hiere mi seno

De este raudal en el eterno trueno.

 

¡Asombroso torrente!

¡Cómo tu vista el ánimo enajena,

Y de terror y admiración me llena!

¿Dó tu origen está? ¿Quién fertiliza

Por tantos siglos tu inexhausta fuente?

¿Qué poderosa mano

Hace que al recibirte

No rebose en la tierra el Oceano?

 

Abrió el Señor su mano omnipotente;

Cubrió tu faz de nubes agitadas,

Dio su voz a tus aguas despeñadas,

Y ornó con su arco tu terrible frente.

¡Ciego, profundo, infatigable corres,

Como el torrente oscuro de los siglos

En insondable eternidad…! ¡Al hombre

Huyen así las ilusiones gratas,

Los florecientes días,

Y despierta al dolor…! ¡Ay! agostada

Yace mi juventud; mi faz, marchita;

Y la profunda pena que me agita

Ruga mi frente, de dolor nublada.

 

Nunca tanto sentí como este día

Mi soledad y mísero abandono

y lamentable desamor… ¿Podría

En edad borrascosa

Sin amor ser feliz? ¡Oh! ¡si una hermosa

Mi cariño fijase,

Y de este abismo al borde turbulento

Mi vago pensamiento

Y ardiente admiración acompañase!

¡Cómo gozara, viéndola cubrirse

De leve palidez, y ser más bella

En su dulce terror, y sonreírse

Al sostenerla mis amantes brazos…!

¡Delirios de virtud…! ¡Ay! ¡Desterrado,

Sin patria, sin amores,

Sólo miro ante mí llanto y dolores!

 

¡Niágara poderoso!

¡Adiós! ¡adiós! Dentro de pocos años

Ya devorado habrá la tumba fría

A tu débil cantor. ¡Duren mis versos

Cual tu gloria inmortal! ¡Pueda piadoso

Viéndote algún viajero,

Dar un suspiro a la memoria mía!

Y al abismarse Febo en occidente,

Feliz yo vuele do el Señor me llama,

Y al escuchar los ecos de mi fama,

Alce en las nubes la radiosa frente.

José María Heredia, Cuba.

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