El bloqueo económico, financiero y comercial de Estados Unidos contra Cuba ha durado tanto que muchas veces se pierde la noción de sus impactos. Uno oye decir a los más viejos que “nunca ha habido un respiro”, mientras por enésima vez el tiempo se diluye en una cola para comprar unos pocos productos, ahora más caros.
“Ni en los 80”, aclaran como para que nadie que no los haya vivido piense que se existió a plenitud, aun cuando el intercambio con la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas garantizaba un nivel básico de bienestar.
La Cuba y los cubanos nacidos después del 59 no saben cómo sería “la realidad” sin ese tejido de sanciones y leyes al que brevemente llamamos bloqueo, pero que es mucho más complicado que unos cuantos barcos cortando el paso hacia los puertos.
Al menos siete leyes y disposiciones ejecutivas componen el cuerpo de “eso” a lo que en la otra orilla nombran, como con cariño, embargo. En buena lid da igual. Son sanciones, medidas unilaterales, castigos, algunos tan viejos como las secciones 5.b y 16 de la Ley de Comercio con el Enemigo, de ¡1917!
Y aunque hay consenso internacional en que el bloqueo es ilegal y violatorio de los más elementales derechos humanos, ninguna de las administraciones estadounidenses ni sus congresistas, han introducido en la agenda de trabajo el ponerle fin. Lo más cerca que se estuvo fue con las órdenes ejecutivas de Obama, después de 2014, cuando muchas de las restricciones se distendieron o eliminaron. Pero, en apenas cuatro años, Donald Trump demostró la debilidad de unas decisiones sin fuerza de ley y, no solo volvió a aplicar las sanciones, sino que las fortaleció.
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Lo del consenso internacional no es una invención cubana. Además de las decenas de votaciones en la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde el respaldo al reclamo de la Isla ha sido mayoritario y contundente, otras voces, a las que nunca podría acusárseles de estar en contubernio con Cuba, han dicho lo que todos aquí experimentamos en carne propia: el bloqueo viola los derechos humanos.
Así lo escribió en un comunicado la división norteamericana de Amnistía Internacional en 2009. “El gobierno estadounidense no cuenta con un mecanismo formal para vigilar el impacto del embargo sobre los derechos económicos y sociales en Cuba. Cada año, desde 1999, el Departamento de Estado estadounidense publica informes sobre la situación de los derechos humanos en la mayoría de los países. Estos informes se limitan en gran medida a los derechos civiles, políticos y laborales reconocidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos, y no contemplan el disfrute de los derechos económicos, sociales y culturales en Cuba —reconocidos también en la Declaración Universal y otros instrumentos de derechos humanos— ni el impacto del embargo estadounidense en su realización”.
O sea, el país que se autodesigna como garante o medidor de los derechos humanos en el mundo, y que en función de ello hace listas y aplica sanciones, bloquea a otro y ni siquiera se preocupa por cómo esas medidas afectan los derechos humanos que dice defender. Es un contrasentido descomunal.
Y no lo digo yo, lo escribió para Chatam House Cristopher Sabatini, investigador en temas de América Latina (y para nada pro Cuba, por si las dudas), en agosto de 2020: “Ese es precisamente el problema para muchos de los defensores más estridentes del embargo entre Estados Unidos y Cuba: la política se ha convertido en el objetivo (…). Existe la preocupación legítima de que las sanciones perjudiquen a las mismas personas que la política dice defender”.
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En las conclusiones del informe, Amnistía Internacional USA recomendó al presidente de entonces, Barack Obama, que estableciera, en espera del levantamiento total del embargo, “un mecanismo independiente encargado de vigilar el impacto de las sanciones restantes y garantizar que se toman medidas para limitar al mínimo el impacto de las sanciones sobre el derecho a la salud en Cuba”, a la par de otras cuestiones relacionadas con no aumentar las sanciones ni hacer cumplir las restricciones. Como sabemos, Obama buscó la normalización de relaciones bilaterales con la mano derecha, pero con la otra siguió multando bancos y persiguiendo transacciones.
Hay quien se confunde y, delante del paquete de pollo —“empollados, criados y recolectados en EE.UU.”— piensa que si este alimento congelado logra cruzar el estrecho de la Florida, entonces el dichoso bloqueo del que tanto se habla no existe. Pero lo que está sucediendo, en realidad, es que los pollos y algunos pocos productos más son los únicos que logran hacer la travesía.
Lo dice mejor esta recolección de datos sobre el intercambio comercial de bienes entre Estados Unidos y Cuba en el que, sin embargo, no se explica que esas transacciones deben ser en efectivo y por adelantado (una forma de comercio que, prácticamente, no se usa en el mundo de hoy, pero bueno, ya sabemos que, si se trata de esta Isla, los vecinos siguen viviendo en 1917). Noten cómo el intercambio no lo es tanto; y noten, también, la caída de las exportaciones durante los últimos cuatro años, comparadas con los dos mandatos de Obama.
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