DestacadasPolítica y Sociedad

Génesis del diferendo Estados Unidos- Cuba(Parte II)

Compartir en

PARTE II

DIFERENDO ESTADOS UNIDOS CUBA.

INICIO DEL PROCESO REVOLUCIONARIO CUBANO DESDE 1868 A 1898

Guerra de los Diez Años.

Aunque esta guerra terminó sin que se alcanzaran la independencia nacional y la abolición de la esclavitud, en ella se forjaron los cimientos de la Patria y se consolidó la nacionalidad; de ahí su profundo significado en las luchas futuras.

Poco después de iniciada esa contienda bélica, España reclamó del gobierno norteamericano la represión de las actividades de la emigración cubana en apoyo a la lucha. Mientras con gran dificultad los emigrados lograban alquilar viejos busques y enviar modestos recursos al Ejercito Libertador, el gobierno de Estados Unidos comenzó la fabricación de 30 potentes cañoneras destinadas al colonialismo español.

El norteamericano Thomas Jordan, mayor general del Ejercito Libertador que llegó a desempeñar el cargo de jefe de este ejercito, denunció el fariseismo del gobierno de Estados Unidos:

“Los españoles están peleando con armas compradas en Maiden Lane, en casa de Shurley, Harley & Graham; y a nosotros en todo el año, no nos ha sido permitido comprar nada (…) Quisiera ver cambiada la infame ley de neutralidad –de Estados Unidos-. Esa infame ley de ayuda a los españoles a quedarse en Cuba, y que se opone a que los cubanos se defiendan”.

A fines de 1869, el presidente norteamericano, Ulises S. Grant, planteo que no se reconocería la beligerancia cubana y autorizó la venta de las cañoneras a España, lo cual dificultó aun más el arribo de expediciones a la Isla. La neutralidad yanqui era un engaño.

Desde los primeros momentos de la lucha, Carlos Manuel de Céspedes reclamó de los países del continente americano el reconocimiento a la guerra del pueblo cubano, a la que el gobierno de Chile había dado su apoyo antes de iniciarse. En 1869, Benito Juárez, quien junto con su pueblo enfrentaba la intervención extranjera, lo hizo, así como Brasil, Guatemala, Bolivia y El Salvador; en tanto Colombia, Perú y Venezuela enviaron algunas expediciones a principios de la contienda.

La posición estadounidense fue criticada por Carlos Manuel de Céspedes, en carta al presidente Grant:

“Las ideas que defienden los cubanos y la forma de gobierno que han establecido, escrita en la Constitución por ellos promulgada, hacen por lo menos obligatorio a los Estados Unidos, mas que a algunas otras (naciones civilizadas) el inclinarse en su favor. Si por exigencias de humanidad y civilización todas las naciones están obligadas a interesarse por Cuba, pidiendo la regularización de la guerra que sostiene contra España, los Estados Unidos tienen el deber que le imponen los principios políticos que profesan, proclaman y difunden…”.
La misiva no tuvo respuesta oficial. Sin embargo, el secretario de Estado, Hamilton Fish, fijó la posición de su gobierno al negarse a recibir a José Morales Lemus, representante oficial del gobierno de la República de Cuba en Armas, el 24 de marzo de 1869, planteando al respecto:

“…nosotros nos proponemos proceder de completa buena fe con España, y cualesquiera que pudieran ser nuestras simpatías por un pueblo que, en cualquier parte del mundo, luche por gozar de un gobierno más liberal, no deberíamos apartarnos de nuestro deber para con otros gobiernos amigos, ni apresurarnos a reconocer prematuramente un movimiento revolucionario antes de que haya manifestado capacidad de sostenerse por si mismo y un cierto grado de estabilidad”.

Céspedes no necesitó mucho tiempo para llegar a la convicción de que nada tenían que esperar los revolucionarios cubanos del gobierno de Estados Unidos, pues pronto superó el ideal inicial de “La Gran República Americana” a partir de la gran nación del Norte.

Al percatarse de la esencia hegemonista del poderoso vecino, planteó:

“Por lo que respecta a los Estados Unidos tal vez esté equivocado, pero en mi concepto su gobierno a lo que aspira es a apoderarse de Cuba sin complicaciones peligrosas para su nación (…) este es el secreto de su política y mucho me temo que cuanto haga o proponga, sea para entretenernos y que no acudamos en busca de otros amigos mas eficaces y desinteresados”.

Mas adelante, al corroborar sus temores, Céspedes fue capaz de ordenar el cierre de la representación diplomática del gobierno de la República de Cuba en Armas en Estados Unidos:

“No era posible que por mas tiempo soportásemos el desprecio con que nos trata el gobierno de los Estados Unidos, desprecio que iba en aumento mientras mas sufridos nos mostrábamos nosotros. Bastante tiempo hemos hecho el papel del pordiosero a quien se niega repetidamente la limosna y en cuyos hocicos por ultimo se cierra con insolencia la puerta. (…) no por débiles y desgraciados debemos dejar de tener dignidad”.

De 1868 a 1878 la política de los sucesivos gobiernos de Andrew Johnson, Ulises S. Grant y Rutherford B. Hayes se mantuvo contraria a reconocer la independencia de Cuba, y a la beligerancia del campo insurrecto. Esto fue muy esclarecedor para los revolucionarios cubanos, pues evidenció que en la lucha por la independencia tenían dos enemigos bien definidos: España, la cual los combatía con las armas en la mano, y Estados Unidos, que lo hacía mediante la diplomacia y el apoyo mas abierto a la metrópoli española.

La realidad demostró a los patriotas cubanos que nada bueno debían esperar del gobierno norteamericano, tal como se evidencia de las siguientes palabras de Céspedes:

“A la imparcial historia tocará juzgar si el gobierno de esa República ha estado a la altura de su pueblo y de la misión que representa en América; no ya permaneciendo simple espectador indiferente de las barbaridades y crueldades ejecutadas a su propia vista por una potencia europea monárquica contra su colonia… sino prestando apoyo indirecto moral y material al opresor contra el oprimido, al fuerte contra el débil, a la Monarquía contra la República… al esclavista recalcitrante contra el libertador de cientos de miles de esclavos”.

Realmente, en aquellas condiciones los patriotas que iniciaron la lucha por la independencia no pudieron contar con el respaldo de toda la población cubana, porque el sentimiento de nacionalidad no era homogéneo en toda la Isla, como lo demostraba la no incorporación del occidente a la guerra. Conocido es como se desarrolló ésta: pocos pueblos del mundo afrontaron tan grandes sacrificios y condiciones tan adversas.

La falta de unidad, el desaliento, las diferencias entre civiles y militares, el regionalismo de algunos jefes militares y dirigentes políticos, y el desarrollo por parte de España de un hábil plan político-militar, así como la carecía de un mando único, fueron circunstancias propicias para que la burguesía y los terratenientes criollos abandonaran las posiciones revolucionarias y firmaran la Paz del Zanjón.

Para orgullo y honra de nuestro pueblo, ante la firma del bochornoso pacto emergió la figura del mayor general Antonio Maceo. Él, en unión de otros patriotas, protagonizó la Protesta de Baraguá que, devenida símbolo de intransigencia revolucionaria, mantuvo vivas las ansias de independencia.

Tregua Fecunda

La culminación de la Guerra de los Diez Años agravó significativamente la situación colonial de Cuba. El sustancial cambio de la correlación de fuerzas a escala internacional, a favor de Inglaterra y Francia, afianzó a éstas como potencias y agudizó la posición rezagada de España. Estados Unidos, al acecho del menor síntoma que le permitiera apoderarse de Cuba, no desaprovechó la oportunidad.

La Isla dependía del mercado norteamericano para comerciar el 94 por ciento de sus productos, situación que iba propiciando su conversión en colonia económica del vecino del Norte y permitía a éste, libre de la amenaza de la competencia inglesa, incrementar sus actividades en pos de obtener el control político sobre Cuba mediante el dominio de su economía.

En esos años las condiciones eran favorables para el florecimiento de un anexionismo oportunista –fundamentalmente en la burguesía occidental cubana- alimentado por la política yanqui y el desgaste español durante la guerra. Pero esos brotes no encontraron acogida en el gobierno norteamericano, que no los consideró necesarios para el logro de sus propósitos con respecto a Cuba.

Los preparativos y desarrollo de la Guerra Chiquita constituyeron una importante experiencia para el fomento y organización de la contienda de 1895, bajo la guía del Partido Revolucionario Cubano y de Martí, quien dedicó parte de sus esfuerzos a alertar sobre los verdaderos objetivos de Estados Unidos. Al respecto proclamó la necesidad de: “Impedir que con la propaganda de las ideas anexionistas se debilite la fuerza que vaya adquiriendo la solución revolucionaria”.

El fin de la década del 1880 llevó consigo la definición de las aspiraciones hegemónicas de los gobernantes norteamericanos, puestas en evidencia por Martí en varios artículos periodísticos. Un ejemplo es Vindicación de Cuba, en el cual ofreció digna respuesta al escrito titulado ¿Queremos a Cuba?, publicado en The Manufacturer, de Filadelfia, el 6 de marzo de 1889. En el se calificaba a los cubanos de indeseables, afeminados, perezosos, incapaces, inmorales; que su falta de fuerza viril e indolencia fue lo que les mantuvo sometidos durante tantos años a España, y señalaba: “…la única esperanza que pudiéramos tener de habilitar a Cuba para la dignidad de Estado sería (…) americanizarla por completo, cubriéndola con gente de nuestra propia raza…”.

La contundente y digna respuesta martiana precisaba: “No somos los cubanos ese pueblo de vagabundos míseros o pigmeos inmorales que a The Manufacturer le place describir; ni el país de inútiles verbosos, incapaces de acción, enemigos del trabajo recio, que, junto con los demás pueblos de la América española, suelen pintar viajeros soberbios y escritores. Hemos sufrido impacientes bajo la tiranía; hemos peleado como hombres, y algunas veces como gigantes, para ser libres; estamos atravesando aquel periodo de reposo turbulento, lleno de gérmenes de revuelta, que sigue naturalmente a un periodo de acción excesiva y desgraciada; (…) Merecemos en la hora de nuestro infortunio, el respeto de los que no nos ayudaron (…)”.

Los planes yanquis contemplaban destruir el ejemplo de los ideales independentistas de los próceres latinoamericanos. Por ello, entre las medidas que enarbolaron con es finalidad se encontraba el “panamericanismo”, política enfilada no solo contra el bolivarismo, sino también hacia la tergiversación de éste.

Para implantarlo, el gobierno estadounidense convocó a la Primera Conferencia Panamericana, celebrada en Washington, de octubre de 1889 a abril de 1890. Sus objetivos fueron confirmados en un articulo publicado por el Tribune of New York, en el cual se afirmaba: “Los americanos están obligados a reconquistar su supremacía (…) y a ejercer una influencia directa y general en los asuntos del continente americano”.

Esta conferencia recibió la acertada critica de Martí, quien, siendo cónsul de Uruguay, habló en nombre de éste y en el de Cuba y América. Con claridad meridiana planteó: “Jamás hubo en América de la independencia acá, asunto que requiera mas sensatez, ni obligue mas a la vigilancia ni pida mas claro y minucioso, que el convite que los Estados Unidos potentes, repletos de productos invendibles, y determinados a extender sus dominios en América, hacen a las naciones americanas de menos poder, (…) De la tiranía de España supo salvarse la América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, causas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia”.

En otro de sus trabajos alertó acerca de los riesgos que la actividad norteamericana entrañaba para América Latina:

“Los peligros no se han de ver cuando se les tiene encima, sino cuando se les puede evitar”. Lo primero en política, es aclarar y prever.

“Solo una respuesta unánime y viril, para la que todavía hay tiempo sin riesgo, puede libertar de una vez a los pueblos españoles de América de la inquietud y perturbación, fatales en su hora de desarrollo, en que las tendría sin cesar, con la complicidad posible de las Repúblicas venales débiles, la política secular y confesa de predominio de un vecino pujante y ambicioso, que no los ha querido fomentar jamas, no se ha dirigido a ellos sino para impedir su extensión, como en Panamá, o apoderarse de su territorio, como en México, Nicaragua, Santo Domingo, Haití y Cuba, o para cortar por la intimidación sus tratos con el resto del universo, como en Colombia, o para obligarlos, como ahora, a comprar lo que no puede vender, y confederarse para su dominio…”.

De enero a abril de 1891 tuvo lugar en Washington la Conferencia Monetaria Internacional. En ella estuvo también Martí. Conocedor el gobierno de Washington de las simpatías y muestras de apoyo que la lucha de los cubanos había despertado en América, trató de convertir la Conferencia en un instrumento de supeditación y de división de las voluntades políticas de algunos representantes latinoamericanos. Al respecto Martí dijo:
“Cuando un pueblo fuerte da de comer a otro, se hace servir de él. Cuando un pueblo fuerte quiere dar batalla a otro, compele a la alianza y al servicio de los que necesitan de él. Lo primero que hace un pueblo para llegar a dominar a otro es separarlo de los demás pueblos”.

Hizo extensiva su denuncia a la recién consumada firma del Tratado de Reciprocidad Comercial entre Estados Unidos, Cuba y España, el cual afianzó las posiciones de Washington como metrópoli económica de la Isla. El documento, firmado en junio de 1891, incluía el nombre de Cuba, pero no le reconocía personalidad jurídica. Así se cumplía la premonición martiana con la conversión de la Isla en colonia económica de Washington. En esas condiciones estalló la guerra de 1895.

Durante los preparativos de la nueva contienda apremió a Martí una preocupación que con inquietud anticipó a su colaborador, Gonzalo de Quesada, en carta del 14 de diciembre de 1889, ya como un peligro real:

“Sobre nuestra tierra, Gonzalo, hay otro plan más tenebroso que lo que hasta ahora conocemos y es el inicuo de forzar a la Isla, de precipitarla, a la guerra, para tener pretexto de intervenir en ella, y con el crédito de mediador y de garantizador, quedarse con ella. Cosa más cobarde no hay en los anales de los pueblos libres: Ni maldad mas fría ¿Morir, para dar pie en qué levantarse a estas gentes que nos empujan a la muerte para su beneficio?”.
Los principales dirigentes políticos de la guerra del 95 estaban conscientes que el objetivo estratégico “…consistía no solo en emancipar al país del coloniaje español, sino también enfrentar la amenaza que significaba la rapacidad del naciente imperialismo norteamericano”.

Guerra de Independencia
El plan militar concebido por Martí incluía la organización y preparación de expediciones que, desde Estados Unidos, llevarían ayuda a los revolucionarios en Cuba. Para garantizar el inicio de la contienda fueron preparados tres buques. En enero de 1895 estos saldrían del puerto de Fernandina; pero el plan abortó por la intromisión de Washington cuando el 10 de ese mes las autoridades norteamericanas procedieron a confiscar las armas del Lagonda, y pocos días después las que serian llevadas en el Amadis y el Baracoa.

El impetuoso comienzo de esa campaña y sus diferencias con la de 1868-1878, provocó en Washington preocupación ante la posibilidad de una derrota de España, y decidió ofrecer mayor apoyo a ésta.

Estados Unidos siguió con atención el desarrollo de la guerra, en espera del momento en que España fuera incapaz de dominar la situación. En tanto, mantuvo su negativa de reconocer al gobierno de la República de Cuba en Armas y la beligerancia del Ejercito Libertador, para evitar compromisos que entorpecieran el aprovechamiento de cualquier pretexto para intervenir en la Isla.

A mediados de 1897 comenzaron a apreciarse los primeros pasos destinados a allanar el camino de la intervención, tal como evidenciaba la nota cursada por el gobierno norteamericano al español, en junio de ese año:

“El Presidente (Mc Kinley) se considera obligado, en virtud de los altos deberes del cargo, a protestar contra la incivilizada e inhumana dirección de la campaña de Cuba. Posee el derecho, a juicio, de demandar que una guerra casi a la vista de nuestras costas, que afecta penosamente a los ciudadanos norteamericanos y a los intereses de los mismos en toda la extensión de la isla, sea conducida de acuerdo con los códigos militares de la civilización”.

Se esgrimía como justificación la seguridad de los ciudadanos norteamericanos residentes en Cuba, sin conceder importancia alguna a las calamidades propias de la guerra. Semejante pretexto ha sido igualmente utilizado para justificar muchas de las acciones yanquis en el transcurso del presente siglo.

Alimentando la idea nacionalista de la superioridad racial, cultural y moral de Estados Unidos, el almirante Alfred T. Mahan fundamentó la necesidad de alcanzar un rápido desarrollo del poderío naval norteamericano; teoría que justificó con la idea del peligro del militarismo del Viejo Mundo y la amenaza de éste para la seguridad nacional de su país. Este ideólogo del poderío naval argumentó:

“Necesitamos disponer de tiempo para la lucha final y de un poder firma para vencer. Ambas cosas no pueden asegurarse sino por el rudo e imperfecto, pero innoble, arbitrio de la fuerza
–“fuerza potencial” y “fuerza organizadora”-, la cual ha conquistado siempre, y garantiza todavía en nuestra época, los más grandes triunfos del bien, según comprueba la historia de la humanidad”.

El desgastado poderío político-militar de Madrid no podía resistir la participación norteamericana en la contienda. Esa intervención estaba decidida; por tanto, la atención se concentró en “fabricar” un pretexto, sin despertar la hostilidad de los cubanos, ni dañar su imagen propia ante los pueblos de América Latina.

El 15 de enero de 1898, con el manido pretexto de proteger vidas y propiedades norteamericanas ante disturbios que en la capital de la Isla se desarrollaban, el general Fitzhugh Lee, cónsul de Estados Unidos, reclamó que en caso de enviarse buques de guerra a La Habana, éstos “…debían ser unidades de primera clase, listas para entrar en acción y con refuerzos considerables en alta mar; pero cerca de Cuba, ya que las fortificaciones habaneras estaban bien artilladas y resultaban temibles”.

En cumplimiento de esa solicitud fue enviado el acorazado Maine, cuya entrada y permanencia en la bahía de La Habana no despertó inquietud en la población, máxime cuando en ella se encontraba un buque de guerra alemán que era visto con naturalidad.

Es oportuno abordar la ocurrencia de dos hechos que incidieron en el aumento de la tirantez entre Estados Unidos y España: Uno, la intercepción y publicación de una carta del ministro español en Washington, Enrique Dupuy de Lome, a José Callejas, director del diario El Heraldo de Madrid, en la cual se hacían declaraciones ofensivas contra el presidente de Estados Unidos; y el otro, la voladura del Maine, en la noche del 15 de febrero de 1898, con el saldo de 264 muertos, todos de su tripulación. La prensa norteamericana se encargó de sobredimensionar y manipular ambos hechos.

A esta altura de los acontecimientos, España estaba dispuesta a evitar la guerra y dio varias pruebas de ello, tal como fue confirmado por el propio embajador de Estados Unidos en ese país, general L. Woodford, en telegrama enviado al presidente de su gobierno, el 3 de abril de 1898. En él planteó:

“…el gobierno español (…), pide que los Estados Unidos muestren su amistad por España, retirando sus buques de guerra de la vecindad de Cuba y Cayo Hueso, tan pronto como se proclame el armisticio. El gobierno español continuará ese armisticio hasta que haya razonables esperanzas de que se pueda asegurar la paz en Cuba (…) A mí me consta que la Reina y su Gobierno desean la paz como la desea también el pueblo español”.

Pero la alternativa escogida por Washington desde principios de 1897 fue la guerra con España. Por ello, mostrando oídos sordos a las peticiones españolas, la declaró el 21 de abril de 1898, un día después de ser aprobado por el Congreso y el Senado de los Estados Unidos un documento conocido como Resolución Conjunta*, en cuya redacción se trataba de encubrir la decisión tomada de antemano.

Los objetivos perseguidos por Estados Unidos en esta contienda quedaron al descubierto en las instrucciones dadas a las tropas interventoras por el secretario de Guerra, J.C. Breckenridge:

“Habrá que destruir cuanto alcancen nuestros cañones, con el hierro y con el fuego; habrá que extremar el bloqueo para que el hambre y la peste, su constante compañera, diezmen su población pacífica, y mermen su ejército; y él ejército aliado habrá de emplearse constantemente en exploraciones y vanguardias, para que sufran indeclinablemente el peso de la guerra entre dos fuegos, y a ellas se encomendarán precisamente todas las empresas peligrosas y desesperadas (…) Resumiendo, nuestra política se concreta a apoyar siempre al más débil contra él mas fuerte, hasta la completa exterminación de ambos, para lograr anexarnos la Perla de las Antillas”.

En medio de esos convulsos acontecimientos cobraron renovada vigencia las proféticas palabras con que Antonio Maceo revelara su preocupación por la influencia en el pueblo de la forma engañosa con que Washington manejaba la situación:

“No me parece cosa de tanta importancia el reconocimiento oficial de nuestra beligerancia, que a su logro hayamos de enderezar nuestras gestiones en el extranjero, ni tan provechosa al porvenir de Cuba la intervención americana, como suponen la generalidad de nuestros compatriotas”.

A comienzos de 1898, la derrota de España era solo cuestión de tiempo; en ella fueron factores determinantes el dominio del teatro de operaciones militares por el Ejercito Libertador y el acusado agotamiento de la metrópoli. La oportunista participación norteamericana sólo aceleró el inminente colapso.

El mando militar de las tropas interventoras solicitó directamente la ayuda de los cubanos al mayor general Calixto García, ignorando así al Consejo de Gobierno de la República de Cuba en Armas y al mayor general Máximo Gómez, General en Jefe del Ejército Libertador. Tal conducta perseguía la deliberada pretensión de agudizar las discordias entre el mando militar del Ejercito Libertador y el gobierno de la República de Cuba en Armas, para profundizar la división entre jefes y funcionarios.

Esto fue reconocido por los altos jefes navales de España que tomaban parte en la contienda. En carta enviada por el almirante Pascual Cervera, jefe de la escuadra hispana en Santiago de Cuba, al capitán de navío Víctor M. Concas, le expresaba:

“Me pregunto si me es licito callar y hacerme solidario de aventuras que causarán, si ocurren, la total ruina de España; y todo por defender una isla que fue nuestra; porque aun cuando no la perdiésemos de derecho con la guerra, la tenemos perdida de hecho (…) defendiendo un ideal que ya sólo es romántico”.

La opinión de Concas al respecto resultó concluyente:

“Aunque los escritores americanos pretendan negarlo, la insurrección de Cuba había terminado la guerra, y la Isla no era ya nuestra, como dijo el almirante Cervera en la carta del 26 de febrero de 1898…”.

El mando militar estadounidense sobrevaloró su protagonismo en la derrota del ejército español, y prácticamente ignoró al Libertador, tal como probó el hecho de que el propio mayor general Calixto García, uno de los artífices de la victoria en Santiago de Cuba, conoció de manera extraoficial la rendición de esa ciudad el 16 de julio de 1898. La arrogancia yanqui llegó hasta el punto de impedir la entrada de las tropas del mayor general García en Santiago, e ignorar a la parte cubana en la firma de la capitulación.

Ante ese agravio, el victorioso jefe militar cubano envió una carta de protesta al mayor general William Shafter, jefe de las tropas norteamericanas:

“Circula el rumor que, por lo absurdo, no es digno de crédito general, de que la orden de impedir a mi Ejercito la entrada en Santiago de Cuba ha obedecido al temor de venganza y represalias contra los españoles. Permítame usted que proteste contra la más ligera sombra de semejante pensamiento, porque no somos un pueblo salvaje que desconoce los principios de la guerra civilizada: formamos un ejército pobre y harapiento, tan pobre y harapiento como lo fue él ejercito de nuestros antepasados en su guerra noble por la independencia de los Estados Unidos de América; pero a semejanza de los héroes de Saratoga y Yorktown, respetamos demasiado nuestra causa para mancharla con la barbarie y la cobardía”.

Debido a ese incidente, el mayor general García presentó su renuncia como Jefe del Departamento Oriental, la cual fue aceptada por el General en Jefe ante la delicada situación en que la prepotencia del mando norteamericano lo había colocado. Días después, el 13 de agosto de 1898, el Consejo de Gobierno lo destituyó de su cargo de Lugarteniente General.

España capituló el 12 de agosto. La forma peculiar de finalizar la contienda no posibilitó la creación de un nuevo Estado, como el resto de América Latina, y mantuvo las estructuras del poder colonial, necesarias a los norteamericanos para cumplimentar sus planes.

En esas circunstancias llegó el momento del reconocimiento internacional de la rendición. Se escogió París, donde el 10 de diciembre de 1898 se firmó el tratado que lleva el nombre de esa ciudad, para poner fin al dominio colonial español sobre Cuba, Puerto Rico, Islas Guam y Filipinas. En el acto no participó representación cubana alguna, abrogándose Estados Unidos el derecho de decidir por el porvenir de la mayor de las Antillas.

En su artículo primero, el Tratado de París establecía:

“España renuncia a todo derecho de soberanía y propiedad sobre Cuba”.

“En atención a que dicha Isla, cuando sea evacuada por España, va a ser ocupada por Estados Unidos, mientras dure su ocupación tomarán sobre sí y cambiarán las obligaciones que por el hecho de ocuparla les impone el derecho internacional para la protección de vidas y haciendas”.
en tanto, el articulo 16 disponía:

“Queda entendido que cualquier obligación aceptada en este tratado por los Estados Unidos con respecto a Cuba está limitada al tiempo que dure su ocupación en esa isla, pero al terminar dicha ocupación, aconsejan al gobierno que se establezca en ella, que acepte las mismas obligaciones”.

Si la Resolución Conjunta implicaba el compromiso de respetar la independencia de Cuba, el Tratado de París la desconocía, convirtiéndola en un territorio “especial”. La existencia del Ejercito Libertador y los 30 años de heroica lucha del pueblo cubano por su libertad, impidieron al gobierno norteamericano apoderarse por completo de la Isla.

Como colofón a esa ignominia, el primero de enero de 1899 fue oficialmente arriada la bandera española e izada la de Estados Unidos, iniciándose oficialmente la ocupación militar de la Isla. Con profundo pesar y proféticas palabras, el mayor general Máximo Gómez reflejó, al final de su Diario de Campaña:

“Tristes se han ido ellos y tristes hemos quedado nosotros; porque un poder extranjero los ha sustituido. Yo soñaba con la paz con España, yo esperaba despedir con respeto a los valientes soldados españoles, con los cuales nos encontramos siempre frente a frente en los campos de batalla (…) Pero los Americanos han amargado con su tutela impuesta por la fuerza, la alegría de los cubanos vencedores; y no supieron endulzar la pena de los vencidos”.

“La situación pues, que se le ha creado a este Pueblo; de miseria material y de apenamiento, por estar cohibido en todos sus actos de soberanía, es cada vez más aflictiva, y el día que termine tan extraña situación, es posible que no dejen los americanos aquí ni un adarme de simpatía”.

En el periodo de 1878 a 1898 no se puede hablar de la existencia de sentimientos antinorteamericanos en las masas populares de Cuba. A ello contribuyó, entre otras cuestiones, la forma enmascarada con que Estados Unidos abordó sus verdaderos propósitos.

Detectar tal fenómeno histórico, estudiarlo y denunciarlo, fue privativo de las figuras más destacadas de ese periodo, entre las cuales sobresalió José Martí:

“Desde la cuna soñó en estos dominios el pueblo del Norte, con él “nada sería más conveniente” de Jefferson; con “los trece gobiernos destinados” de Adams; con “la visión profética” de Clay… y cuando un pueblo rapaz de raíz, criado en la esperanza y certidumbre de la posesión del continente, llega a serlo, con la espuela de los celos de Europa y de su ambición de pueblo universal, como la garantía indispensable de su poder futuro, y el mercado obligatorio y único de la producción falsa que cree necesario mantener, y aumentar para que no decaigan su influjo y su fausto, urge ponerle cuantos frenos se puedan fraguar, con el pudor de las ideas, el aumento rápido y hábil de los intereses opuestos, el ajuste franco y pronto de cuantos tengan la misma razón de temer, y la declaración de la verdad”.

Por DrC Sayly de la Caridad Rodríguez Santana, Coordinadora del Observatorio Social Universitario/UNICA.

Referencia bibliográfica.

Manual del diferendo Estados Unidos Cuba.

Comenta aquí

*