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Trajines de ingeniera

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Lisandra lo tenía todo planeado en la vida. Mamá y hermana arquitectas, ella enamorada de la matemática, apenas dudó para hacerse ingeniera civil. Estaba decidido. La Universidad iba siendo la mezcla de fórmulas, libros, paseos y «amigos para siempre» que suele ser; y, de pronto ¡boom!, la pandemia.

Podía haberse enajenado en la casa. Podía haber dedicado su mucho tiempo libre a hacerse selfies y dormir los mediodías. Podía haber alegado una enfermedad para no exponerse.

«Es que yo no me hallo metida en la casa si hay cosas que puedo hacer». Así que nada de eso. Desde que la Universidad de Ciego de Ávila «Máximo Gómez Báez» se convirtió en centro de aislamiento, Lisandra se volvió también personal de apoyo.

«El mismo día que nos citaron a los estudiantes, yo entré a repartir comida. En aquel momento creo que eran viajeros los que estaban aislados». Por eso, cuando pregunto a Jasiel Delgado Isaac, coordinador de la UJC en el centro de altos estudios, me recomienda: «De ser posible entrevista a Lisandra Rivero Díaz, primera estudiante en vincularse a la lucha contra la COVID-19, de Ingeniería Civil, tercer año».

Poco después, un grupo de estudiantes avileños se organizó para llevar la mensajería de personas vulnerables. Léase ancianos que viven solos y de una pensión, que entonces alcanzaba incluso para menos que ahora.

Por eso Lisandra «atesora» (esa es la palabra que usa) cada gesto de gratitud de los casi veinte «abuelos» que ayudaba: «No mi niña, el pan me lo sacan los vecinos, no vengas todos los días», «Debes tener calor con este solazo», «¿Quieres un juguito?». Sacar los mandados, ir a la farmacia, comprar en las tiendas de divisa, decirles que NO cada vez que la invitaban a pasar, se convirtieron en actividades de su rutina diaria.

«Ahora estoy en la sede “Manuel Ascunce”. Somos un grupo de ocho y vamos un día sí y otro no para limpiar en la Zona Roja». Los días que sí, un carro particular que funciona como taxi al servicio del sistema de salud la recoge en la puerta.

«Llegamos, nos ponemos el disfraz —le dicen así pues es imposible reconocerlos bajo los medios de protección— y limpiamos cuando dan las altas». Los enfermos, dice, se recogen en sus camas, inmóviles, queriendo ser una molestia mínima. A veces bromean asombrados de que los varones expriman las frazadas, algo que les piden ellas porque hacen más.

«¡Hoy sí quedó el pasillo que brilla!», les agradecen. Ella se irá a merendar, baño mediante. Almorzará, dormirá el mediodía y volverá a entrar por si hay que limpiar otra vez. A la tarde la llevará de vuelta el taxi. Abrirá los libros, resolverá los ejercicios de su profe de Hormigón (de las asignaturas más difíciles, confiesa). La llamará si tiene dudas. Para eso son el día que sí y el día que no. Ayudar a otros no la pone más lejos de su meta.

✒️ Por Amanda Tamayo Rodríguez

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